Publicado en El Confidencial Gabriel Ortega tiene cinco años y un desparpajo llamativo para su edad. Es el menor de tres hermanos. Mientras espera que la pediatra y sus padres conversen juega con Mario, de 13 años, y Teresa, de 10. Lleva toda la mañana en el Hospital Universitario Virgen Macarena, en Sevilla. Ya no volverá hasta septiembre. Está de vacaciones, pero sigue dando clases. Su familia se entrena para manejar una bomba de insulina que lleva en una especie de riñonera negra atada a su espalda y que permite administrarla con un botón. En el brazo luce otro apósito. Su madre saca de una pequeña funda un aparato del tamaño de un móvil que aproxima y mide el nivel de glucosa con varios datos que se reflejan en la pantalla. Es el sistema ‘flash’ de monitorización de glucosa. Hace algo más de un año que diagnosticaron su enfermedad. Fue en marzo de 2017. Su madre vio que algo “iba mal en ese cuerpecito” a través de la orina. Su abuela también era diabética e intuyó que algo pasaba. No se equivocó. Hace poco que tienen un diagnóstico, pero Gabriel explica qué es la diabetes con el mismo rigor que cómo funciona uno de sus juegos favoritos en el móvil, ese en el que plantas carnívoras y zombis se pelean.