Publicado en El Español En 1844, un “respetable” hombre de negocios de Reíno Unido, Thomas Alexander McBean, sintió que algo se rompía dentro de su pecho. Sus médicos decidieron enyesarle y recomendarle un tratamiento con sanguijuelas y su dolor desapareció, pero cambió a una debilidad intensa durante dos o tres meses, el tiempo que las molestias tardaron en regresar. La medicina de la época no escatimó en intentos por curarle: a McBean se le aplicaron, entre otros remedios, polvos de Dover -unas píldoras que contenían opio-, julepe y tinte de alcanfor y acetato de amoniaco. También hierro y quinina, que llevaron a una rápida mejoría de su estado de salud. Sin embargo, a los pocos meses, volvió el dolor y el hombre fue a visitar al prestigioso médico escocés William Macintyre. Él tuvo la idea de hacerle un análisis de orina y llevársela a otro conocido patólogo, que descubrió niveles muy elevados de una proteína, que se correspondían con un reblandecimiento de los huesos.