..Profesora Marta Albert. Directora del Máster Universitario en Bioética de la Universidad Rey Juan Carlos
Decía Ortega que todo estudio era falsedad, mientras el estudiante no sintiera dentro de sí la necesidad de saber aquello que se le intentaba enseñar. La inautenticidad vital del estudiante sería su condición natural. Condición de la que no es tan responsable quien estudia algo sin terminar de entender para qué necesita saberlo, como quien lo enseña sin pararse a considerar si, tal vez, no debería empezar por enseñar la necesidad de un saber antes que el saber mismo.
Escribía esto Ortega a propósito de la Metafísica, extrapolando su discurso a la ciencia en general. Tengo muchas dudas de que su tesis sea del todo aplicable a la enseñanza de la bioética, al menos, para un tipo de estudiante, normalmente de posgrado: el profesional sanitario con una mínima experiencia clínica en su haber. No es nuestro único alumno, pero hoy hablaremos de él. Quienes nos dedicamos a enseñar bioética a un auditorio en el que no es infrecuente este perfil, tenemos la fortuna de encontrar en el aula estudiantes cuyo estudio no es falsedad, porque, en muchos casos, nace de una íntima necesidad de aprender a resolver mejor problemas que no pueden eludir, y que les hacen emprender la búsqueda de un conocimiento que es, a la vez, una exigencia vital.
Pero, ¿y los enseñantes?, ¿cómo respondemos a este reto? muchos de nosotros consideramos resuelto esto del “desvelar la necesidad de aprender nuestra disciplina” con unas pocas líneas en las webs de nuestros masters, donde explicamos que los dilemas éticos en el ejercicio profesional son cada vez más frecuentes y complejos. Como si nuestros alumnos no lo supieran. O bien subrayamos lo que ha evolucionado la forma de relacionarse con el paciente, o insistimos en la necesidad de una formación integral que colme las lagunas del grado, y que ponga a los alumnos en disposición de dialogar con los pacientes y sus familias, con los colegas o con otros profesionales en el seno de organismos colegiados, en el marco de una cultura moralmente fragmentada que no tiene siquiera claro cuáles son las preguntas pero que, aún así, exige respuestas.
Todas estas (y otras que omitimos) son razones objetivas que justifican el esfuerzo por adquirir una sólida formación en bioética. No es que no las suscriba. Es que creo que el tema merece una reflexión más profunda, porque, en el fondo, la clase de bioética que enseñemos, los temas que abordemos y la metodología que empleemos depende de la idea que tengamos de para qué sirve, de por qué nuestros alumnos deberían estudiarla.
Y aquí es donde entiendo que a veces falta algo esencial: volver la mirada sobre nuestros alumnos, no tanto para mostrarles la necesidad de este saber como para escuchar qué necesitan ellos aprender. La bioética que enseñamos no debería concebirse únicamente en función de la percepción sobre su utilidad de quien la enseña, sino que debería intentar aproximarse al tipo de bioética que necesitan saber quienes vienen a aprenderla a nuestras universidades.
A veces falta algo esencial: volver la mirada sobre nuestros alumnos, no tanto para mostrarles la necesidad de este saber como para escuchar qué necesitan ellos aprender
Creo que este cambio de perspectiva nos ayudaría a cubrir lo que estimo son dos carencias recurrentes en la formación en bioética. Nos ayudaría, en primer lugar, a no dejar atrás cierto tipo de cuestiones que laten en la decisión de estudiar bioética a fondo (cuánto vale nuestra vida, qué sentido tiene todo sufrimiento y esa fragilidad de mi paciente que me interpela y que me habla de mi propia fragilidad, y que hace explícitos los límites de mi propia ciencia) con la excusa de que nos adentran en problemas para los que, como docentes, no tenemos una solución compartida, universal o, peor aún, políticamente correcta. Razón de más para insistir en ellas, para no dejarlas al albur de la emotividad y para enseñar a afrontarlas con rigor desde los presupuestos racionales de la antropología filosófica y la ética.
Una pedagogía de la bioética que bascule en torno a las necesidades vitales de los alumnos es la herramienta más eficaz para el aprendizaje verdadero
También nos ayudaría a entender la importancia de enseñar a utilizar eficazmente lo aprendido en distintos contextos, que requieren el manejo de metodologías diversas y la adquisición de competencias específicas: en el día a día de la relación con los pacientes y sus familias, con los compañeros, en los debates en los comités de ética, a la hora de emitir recomendaciones, o de elaborar guías… Contextos en los que no sólo se trata de saber poner en práctica una teoría, sino de poder comunicar lo aprendido, de estar preparado para exponer comprensiblemente y someter a la crítica una determinada posición teórica.
En definitiva, una pedagogía de la bioética que bascule en torno a las necesidades vitales de los alumnos no solo puede iluminar determinados contenidos y competencias, advirtiéndonos de su relevancia, también es la herramienta más eficaz para el aprendizaje verdadero o, si se quiere, “auténtico”. Basta que quienes enseñamos aprendamos a escuchar.
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