170 años después y aún se desconoce el funcionamiento de la anestesia

Un 10 de diciembre de 1844, Horace Wells, un joven dentista de Hartford (Estados Unidos) asistió junto a su esposa a un circo ambulante que pasaba por Boston. Parte del show que iban a presenciar consistía en que a un grupo de voluntarios del público se les suministraba óxido nitroso, el conocido como el gas hilarante o gas de la risa. Tras ser inhalado, estos inocentes voluntarios comenzaban a reír por todo y a hacer cosas realmente estúpidas que provocaba la risa del aforo del circo.

En uno de los momentos de tanta algarabía y risa, uno de los participantes comenzó a perseguir a un “enemigo” imaginario por el escenario; en su carrera “sin sentido” tropezó y se hizo un profundo corte en su pierna. Cuál sería la sorpresa de todos los que estaban presentes, que en vez de parar por la herida y dejarse curar, siguió corriendo y riendo como si nada le hubiera ocurrido. En ese instante, a Horace Wells se le ocurrió una gran idea que cambiaría por completo su vida y el de la comunidad científica y médica.

Horace, después de hablar con el responsable del espectáculo, Gardiner Colton, que era químico de formación, para que le dejara inhalar óxido nitroso, se dejaría extraer al día siguiente una muela por un amigo suyo dentista mientras inhalaba el gas hilarante. El resultado fue el que preveía, y es que no sintió ningún tipo de dolor ni complicación. Es probable que ahí naciera la anestesia moderna, aunque él, no llegaría a verla nunca.

Tras comprobar en primera persona que el gas hilarante funcionaba, Wells llevó a cabo una serie de experimentos exitosos para demostrar que su descubrimiento funcionaba; es más, llegaría a extraer piezas dentales sin dolor a 15 voluntarios pacientes suyos.

Sin embargo, el día que fue llamado para que realizara una demostración pública en el Hospital General de Massachusetts (MGH por sus siglas en inglés) algo falló, y es que justo cuando empezaba a extraer una muela a un voluntario, este comenzó a agitarse y a dar gritos desesperados. No se sabe si fue un error en la dosis o quizás en la administración, pero lo que sí quedó claro es que desde ese día la vida de Wells no volvió a ser la misma. Entró en una espiral de desánimo, depresión y humillación que le hizo abandonar la práctica médica y emigrar a Francia buscando tranquilidad y receptividad por parte de los médicos a su invento.

Tres años más tarde, en 1847 regresa a Estados Unidos y se instala en Nueva York, ciudad que vería el final trágico de su vida. Wells se había convertido en un adicto al cloroformo que inhalaba compulsivamente, y sus días, más que vivirlos los sufría. Así, en 1848, bajo los efectos de este anestésico, una noche, en las calles de la ciudad de los rascacielos, arrojó ácido sulfúrico a la cara de una prostituta. Sería encarcelado por ello. Cuatro días después en su celda, se anestesió a sí mismo y se cortó la arteria femoral con una cuchilla de afeitar para morir desangrado y sin sufrir dolor.

Wells apenas pudo ver cómo su colega y amigo William Morton continuaba la investigación, aunque con éter, en vez de con óxido nitroso. Morton también fue invitado al MGH y, a diferencia de Wells, sí triunfó. Tampoco pudo ver que, años más tarde, el propio Gardiner Colton, el químico del circo ambulante, se asoció con otro dentista y demostraron también la eficacia del óxido nitroso; que luego vendrían el cloroformo, el halotano y el más reciente y más inocuo isofluorano; que paralelamente se desarrollarían los anestésicos intravenosos: los opiáceos, los barbitúricos, el propofol y los relajantes musculares. Hoy todavía, el mecanismo de acción exacto de todos ellos permanece aún desconocido.

¿Cómo se puede definir la anestesia?
Hay quien con pragmatismo todavía define a la anestesia como “el procedimiento por el cual se produce un estado en el que la cirugía puede ser tolerada”.

En general se exige que debe incluir al menos estos cuatro requisitos: producir amnesia (incapacidad de recordar lo sucedido), analgesia (suspender la sensibilidad ante el dolor), hipnosis (inconsciencia) e inmovilidad.

Para lograr ese “póker” de requisitos, la anestesia actualmente requiere de una combinación de fármacos, que como explica la médica Luzdivina Rellán, anestesista en el Hospital de A Coruña, “pueden variar ligeramente, pero que suelen utilizarse en un orden ya preestablecido”. Y es que primero son los anestésicos intravenosos: el propofol (un sustituto moderno de los barbitúricos) para sedar al paciente; un analgésico como el fentanilo (sustituto moderno de la morfina) y un relajante muscular. Solamente entonces comienzan a utilizarse los anestésicos inhalados, versiones actualizadas del éter y el óxido nitroso, que “se mantienen durante prácticamente toda la intervención, ya que permiten sostener la anestesia de una forma muy eficaz, y producen un despertar más rápido que los intravenosos”, indica.

La combinación de fármacos permite reducir las dosis de cada uno de ellos y así limitar los efectos secundarios. Sin embargo, la mayoría, por diferentes que sean, llegan por sí solos a producir todos los efectos necesarios en una anestesia. Por eso, ya poco tiempo después de Wells y Morton, se empezó a pensar que había un mecanismo único, un efecto difuso y central que explicaba todas sus acciones.

Un pensamiento que ha llegado casi hasta hoy. Ese mecanismo único que se persiguió con esfuerzo tomó el nombre de teoría lipídica, y es que parecía haber una gran correlación entre la potencia de los anéstesicos y su solubilidad en aceite. Por ello se admitió que los fármacos se disolvían en la membrana de las células nerviosas (formada por una doble capa de grasas), y una vez allí alteraban su funcionamiento global y daban lugar a toda la abundancia de efectos de la anestesia general.

La teoría lipídica en entredicho
En los últimos años las pruebas en contra de la teoría lipídica se han ido acumulando, pero sin llegar a rechazarla por completo, hasta que un nuevo y reciente estudio la ha puesto en entredicho.

Investigadores del Departamento de Anestesia del Weill Cornell Medical College, en Nueva York, se propusieron determinar con precisión si los anestésicos alteraban la membrana celular. Para ello aprovecharon las propiedades de la gramicidina, un antibiótico que se inserta en la membrana y permite el paso a su través de iones como el sodio. Al alterar el equilibrio celular, provoca el efecto antibiótico, pero su molécula es muy pequeña, por lo que no llega de extremo a extremo de la membrana.

Para actuar necesita que se unan dos proteínas entre sí, formando un canal para el paso de los iones. Y esa unión se produce más fácilmente si algo actúa sobre la membrana, distorsionando su estructura original. Algo que en teoría, un anestésico haría. Pero no. Cuando los investigadores analizaron el comportamiento de los canales en presencia de uno de los anestésicos más utilizados, el isofluorano, los canales de gramicidina se mostraban del todo indiferentes a su llegada. Y eso confirma que la teoría lipídica, la que se había propuesto como única, ni siquiera es real.

Así lo piensa el doctor Uwe Rudolph, jefe del laboratorio de Neurofarmacología en la Universidad de Harvard: “La idea de que los anestésicos funcionan uniéndose específicamente a determinadas proteínas en lugar de hacerlo de forma más difusa con los lípidos ha venido consolidándose en los últimos años”, explica al Servicio de Información y Noticias Científicas  (SINC).

Desde aquel 11 de diciembre de 1844 en el que Horace Wells se dejaba extraer una muela por un amigo suyo dentista mientras inhalaba el gas hilarante, y se considera que nacía la anestesia moderna, hasta hoy 10 de julio de 2015 han pasado 62.302 días, tiempo más que suficiente para decir que hoy por hoy no se ha identificado el mecanismo exacto o el por qué funciona la anestesia.
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