Aristóteles sostenía que la ética está edificada sobre la ciencia del hombre, y la Medicina, al fin de cuentas es la ciencia del hombre. Pero no se crea que el médico, que es el dispensador de la Medicina, debe ser apenas un científico positivista, un experto del cuerpo humano, su componedor, su mecánico, debe ser ante todo humanista. Si no fuera así, podría ser suplantado por un cerebro electrónico, para hacer diagnósticos y extender fórmulas, como se ha pretendido, para hacer mayor éxito, en algunos países donde la opulencia permite llegar a tanto. El médico, para que lo sea de verdad, debe estar dispuesto y capacitado para trascender lo simplemente corporal somático, del objeto de su profesión que es el enfermo, o paciente, para ser un cultor trascendental debe, además de ciencia, ponerle arte a su oficio, arte y sentimiento, pasión, alma. Observarlo, entenderlo y tratarlo así es el verdadero sentido de la palabra humanismo.
La profesión médica nos obliga, de entrada, a ser buenos conocedores del organismo humano, de estudiar detenidamente su conformación anatómica y su funcionamiento. Los ojos con que vemos tan compleja maquinaria no son los del simple mirón sino los del escudriñador atento y analítico. Mientras más se penetra en su complejidad, más perplejidad suscita. Ciertamente, el siglo actual puede considerarse el siglo de la perplejidad; en Medicina lo nuevo asombra. Tal parece que el hombre hubiera aceptado el desafío de llegar a conocerse a sí mismo a plenitud. Y lo está logrando, no para hacer alardes de ser su propio descubridor sino, de seguro, para entender y disfrutar más intensamente el milagro de existir.
El funcionamiento equilibrado, armónico, de la admirable máquina que es el cuerpo humano, y que debemos conocer bien los médicos, constituye lo que se llama salud. Cualquier desajuste de su complejo engranaje conduce a una alteración en la capacidad de acción, que es la enfermedad. Y la desgracia más grande que puede ocurrirle al hombre es haber perdido la salud, saberse enfermo. Es un percance desdichado como lo interpretaban la filosofía jónica y la medicina hipocrática. Cuando tal cosa sucede, el sujeto, quiéralo o no, es presa de angustia, de desazón, dado que la enfermedad no sólo compromete su parte orgánica sino también -que es a veces lo más grave, su psiquismo, su estado de ánimo, su espíritu. Un compromiso patológico de la salud conduce a que la persona tema por la pérdida de su vida o, por lo menos, a tener que aceptar que hay una disfunción de las funciones orgánicas, una incapacidad para disponer de su voluntad intacta. Por eso al hombre enfermo no se le debe considerar sólo por el dolor físico que le pueda provocar su enfermedad -una fractura, un infarto, un cólico, un desgarro muscular, un tumor compresivo- sino, en especial, por el dolor espiritual que también lo asiste, sentimiento que al decir de Aristóteles “desquicia estraga la naturaleza del que lo sufre“.
A la mayoría de los profesionales de la medicina interesan otras facetas del quehacer médico distintas a las puramente pragmáticas, nos preocupa observar cómo cada día que pasa el médico se aleja cada vez más del hombre enfermo. Aquél ya no se acerca a éste para tocarlo, para sentir su fiebre, para explorarlo, para recoger su angustia. –la culpa hay que endilgársela a esa tendencia mecanicista de la medicina actual, propiciadora de que todo lo hagan los aparatos-. El famoso “ojo clínico” que caracterizó a los legendarios médicos se trocó por el “ojo mágico” de las máquinas. Antes el médico era esclavo del paciente; hoy se libró de él para entregarlo a la tecnología mecanizada y, de paso, entregársele él mismo. Esto ha traído importantes avances diagnósticos y terapéuticos, pero a costa de lo que Hipócrates llamaba “la amistad médica”. Y el médico que sólo se fija en el mensaje mecánico, sin escuchar o intuir lo que dice esa alma, se comporta como un desalmado, al igual que la máquina. Actuar así, sin ponerle espíritu a su profesión, es algo propio del médico que hace alardes de ser un científico puro, de él no puede esperarse una medicina humanizada.
La desmotivación, la frustración y el síndrome del burn out se observan con frecuencia en la población médica. Nada hay tan pernicioso para el sostenimiento de un sistema sanitario humanizado y humanista, como la existencia de médicos sin motivaciones y poco comprometidos. Estas condiciones generan un efecto negativo sobre los pacientes al ocasionar más posibilidades de errores.
Esta enumeración de hechos que deshumanizan la práctica de la medicina son quizás tan sólo algunos de los múltiples acontecimientos que se presentan en la realidad.
Las razones que explican por qué se llegó a estas instancias pueden ser de índole política, económica, institucional, legal o sociocultural, aunque el factor educacional, a mi entender, es el más importante.
Aprender a ser médico, es un esfuerzo que conlleva mucho tiempo y precisa de numerosas experiencias vitales. Este devenir requiere una figura que guíe el camino, que impregne de conocimiento y fundamentalmente muestre ese “currículum oculto” con el cual el aprendiz incorpora pautas de comportamiento a partir de las de sus profesores más allá de los contenidos del currículum formal.
La educación es el proceso, distinto de la instrucción, destinado a hacer posible el desarrollo de un humanismo, a formar una personalidad, y el maestro se constituye en una figura trascendental para alcanzar este objetivo.
Llegar a ser un experto en el difícil arte de comprender al hombre requiere una disposición natural con la que se nace y después se cultiva y se fortalece en la vida, pero es necesario tener al lado a un maestro, el modelo a imitar, alguien que estimula y que en forma permanente inculca pasión por aprender y vocación de servir.
Lamentablemente, la creciente pérdida de centros académicos o su sustitución por modelos estrictamente asistenciales o seudoacadémicos llevó a la casi extinción del maestro, con el consiguiente riesgo de la desaparición de la medicina humanística.
Es tarea imposible volver a recuperarlo, pero su modelo no puede dejar de existir. El reto para las sociedades científicas y los colegios profesionales es asumir esta carencia y constituirse en líderes naturales de la profesión, que estimulen, orienten y diseñen escenarios de futuro que posibiliten el desarrollo integral del médico.
Estoy convencido de que los peores tiempos pueden ser el preludio de tiempos mejores.
..Dr. Francisco de la Torre