..Antonio G. García. Catedrático Emérito de Farmacología de la UAM y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Durante el año 2020 solo hemos oído hablar de la enfermedad Covid-19. Para equilibrar la balanza, en este 2021 me permito contar la atractiva y sorprendente historia de doce fármacos relevantes, que han tenido un importante impacto sociosanitario, uno por cada mes del año. Inauguro la serie con la mítica penicilina.
La historia del descubrimiento de la penicilina, y su posterior llegada a la clínica, es harto curiosa. En 1928, Alexander Fleming estudiaba algunas variantes del estafilococo. En su laboratorio del Hospital Saint Mary de Londres observó que un hongo que había contaminado accidentalmente uno de sus cultivos producía la lisis bacteriana en zonas cercanas al mismo. Se le ocurrió colectar el caldo de cultivo en que había crecido el hongo y lo adicionó a cultivos de varios gérmenes patógenos comunes; en todos se produjo la lisis bacteriana. Ya que el hongo pertenecía al género Penicillium, Fleming bautizó, a la por entonces ignota sustancia bactericida, como penicilina.
Intuyendo que tal sustancia podría ser clínicamente eficaz, se le ocurrió filtrar el caldo de cultivo en el que crecía el Penicillium y aplicarlo directamente en heridas infectadas
Intuyendo que tal sustancia podría ser clínicamente eficaz, se le ocurrió filtrar el caldo de cultivo en el que crecía el Penicillium y aplicarlo directamente en heridas infectadas. Sin embargo, los resultados fueron pobres, seguramente porque en el material crudo que aplicó, la penicilina estaba muy diluida y era inestable. Quizás fuera esta la razón por la que el descubrimiento de Fleming no mereciera atención durante la siguiente década, a pesar de que otros laboratorios confirmaron el poder bactericida del caldo de cultivo del Penicillium.
En 1939, dos médicos que trabajaban en la Universidad de Oxford, Howard Walter Florey y Ernest Boris Chain, se propusieron trasladar a la clínica el hallazgo de Fleming. Para ello, tenían que aislar la molécula activa partiendo del caldo de cultivo del Penicillium notatum. Es sorprendente que en pocos meses caracterizaran las propiedades físico-químicas del antibiótico, así como su espectro antibacteriano, su potencia y su mínima toxicidad en animales. Es más, en mayo de 1940, el grupo de Oxford realizó un experimento crucial en ratones infectados con estreptococos: la inyección del material crudo entonces disponible produjo efectos terapéuticos espectaculares. La eficacia in vivo de la penicilina, su alto índice terapéutico con baja toxicidad, y su actividad incluso en presencia de sangre, pus o autolisados tisulares, generaron la hipótesis sobre la potencial eficacia de la administración sistémica de penicilina en seres humanos; la posibilidad de aplicarla en las fuerzas armadas que combatían en la II Guerra Mundial impulsó la urgente realización de experimentos clínicos para comprobar dicha hipótesis.
En 1941, a pesar de las grandes dificultades técnicas, se obtuvo penicilina suficiente para emprender ensayos clínicos en pacientes muy graves
En 1941, a pesar de las grandes dificultades técnicas, se obtuvo penicilina suficiente para emprender ensayos clínicos en pacientes muy graves, debido a infecciones por estafilococos o estreptococos refractarias a otros tratamientos. El preparado disponible tan solo contenía el 10% de penicilina pura. Para hacerse una idea de lo complicado del estudio hay que recurrir al dato de que hacían falta 100 litros de caldo de cultivo en el que crecía el hongo con el fin de obtener el antibiótico necesario para tratar a un solo paciente durante 24 horas. A pesar de esta escasez, un policía que sufría una grave infección mixta por estreptococo y estafilococo tuvo una sorprendente recuperación con el tratamiento penicilínico.
Ello alentó la realización de un estudio en más pacientes; pero las exigencias industriales de la guerra no permitían derivar recursos en instalaciones para realizar cultivos de Penicillium a gran escala, para así obtener las cantidades suficientes de penicilina. Por ello, los investigadores de Oxford viajaron a Estados Unidos, que todavía no había entrado en la II Guerra Mundial. Allí lograron interesar a todos, científicos, políticos e industriales, pues la penicilina podría ser salvadora para cientos de miles de soldados si, como se predecía, EE. UU. se involucraba finalmente en la Guerra.
Un grupo de científicos de universidades, laboratorios industriales y del gobierno iniciaron un vasto programa para obtener las grandes cantidades de penicilina necesarias para el ensayo clínico
Trabajando conjuntamente, un grupo de científicos de universidades, laboratorios industriales y del gobierno iniciaron un vasto programa para obtener las grandes cantidades de penicilina necesarias para el ensayo clínico. En 1942 se disponía de 122 millones de unidades, lo que permitió realizar el primer ensayo clínico en la Universidad de Yale. Uno de los casos clínicos más llamativos, que se recoge en los libros de texto, era el de una paciente de 33 años que ingresó en el Hospital New Haven el 14 de febrero de 1942. Estaba embarazada de 4 meses con una amenaza de aborto; tras el vaciamiento uterino, la paciente acusó escalofríos y una repentina elevación de la temperatura rectal. Se inició tratamiento con 6 gramos de sulfadiazina. A pesar de que los niveles sanguíneos de la sulfamida eran adecuados, y a pesar de la práctica de transfusiones sanguíneas y terapia de soporte, la alta fiebre no remitía. Los cultivos de sangre y del líquido aspirado de una articulación séptica diagnosticaron una infección sistémica por estreptococo beta hemolítico tipo 27. Con ello se estableció el diagnóstico de aborto infeccioso, septicemia estreptecócica y tromboflebitis pélvica. Los días 11 y 21 de hospitalización se practicaron a la paciente sendas operaciones de exploración pélvica y de extirpación del útero y los ovarios. A pesar de ello, y de la continuada administración de sulfadiazina, la paciente continuó en estado crítico.
Al mes de hospitalización, se decidió tratar a la paciente con la pequeña cantidad de penicilina disponible, inyectada intravenosamente cada 4 horas, día y noche durante 1 semana, hasta que se acabó el antibiótico. A pesar de que las dosis eran muy bajas, la respuesta clínica fue inmediata y espectacular. La temperatura cayó a niveles normales en pocas horas y los cultivos fueron estériles. Cuando se obtuvo un nuevo lote de penicilina, más pura y potente, se continuó su administración durante otras 2 semanas. La paciente se recuperó completamente, sin que sufriera otros eventos colaterales. La penicilina había salvado la vida de la paciente, en el contexto de aquel histórico primer ensayo clínico realizado en Estados Unidos en plena II Guerra Mundial.
En la primavera de 1943 se había tratado con penicilina a 200 pacientes, con un éxito abrumador
En la primavera de 1943 se había tratado con penicilina a 200 pacientes, con un éxito abrumador. Estos impresionantes resultados impulsaron la utilización de la penicilina en un hospital militar y, finalmente, su uso se extendió a todas las fuerzas militares estadounidenses en combate durante la II Guerra Mundial. Acabada la guerra, en años sucesivos se extendería su uso en la mayoría de los países. El premio Nobel que en 1945 se otorgó a Fleming, Florey y Chain no fue sino una pequeña compensación, en comparación con el beneficio que el antibiótico produjo en millones y millones de pacientes. Quizás, una compensación más justa para mantener la memoria de este gran bienhechor de la humanidad es ver, en prácticamente todas las ciudades, el nombre del doctor Fleming en una de sus calles, incluido mi pueblo.
Comenzaba la década de 1950 cuando mi madre dio a luz sus dos últimas hijas mellizas, Fulgencia y Pepita. Tengo un vago recuerdo de ellas pues murieron una antes de 1 año de edad y la otra cuando contaba con algo más de 1 año. Al parecer, su muerte se debió a una neumonía que no respondió a la inyección intraperitoneal de penicilina. Sí que recuerdo algo así como al practicante pinchando el abdomen de mis hermanas con una larga aguja unida por una cánula a un reservorio de suero. También recuerdo los pequeños ataúdes blancos y a los vecinos que llenaban mi casa para acompañar a mis padres. Según se supo, al parecer las ampollas de penicilina estaban adulteradas y contenían muchas menos unidades de las necesarias. O quizás el neumococo que mató a mis hermanas (si es que fue un neumococo) se había hecho resistente a la penicilina. Lo que sí parece seguro es que las ínfimas cantidades de antibióticos que salvaron la vida a la paciente americana con aborto séptico no estaban presentes en las ampollas que administraron a Fulgencia y Pepita.