Muerte y resurrección de la talidomida. Antonio García

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..Antonio G. García. Catedrático Emérito de Farmacología de la UAM y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Acababa de llover por vez primera en un año y aquel día septembrino de 1996 las plantas del campo seco de Molina de Segura parecían algo más sonrientes. El internista del murciano Hospital Virgen de la Arrixaca, doctor Vicente Campillo, llamaba mi atención sobre varias hierbas olorosas: tomillo, romero, salvia, espliego. También mirábamos al cielo para observar el vuelo circular de un halcón mongol, que aguardaba pacientemente a que el fabricante de conservas amigo de Vicente, Maximino Moreno, emitiera un grito peculiar al tiempo que soltaba una ágil paloma mensajera. El halcón se precipitó desde lo alto a más de 200 kilómetros por hora y, en pocos segundos, rompió una de las alas de la paloma; giró sobre sí mismo, la atrapó con sus poderosas garras y la precipitó sobre el suelo de una colina cercana. Bajo un sol de justicia, iniciamos una lenta marcha hacia la colina, donde el halcón había iniciado su festín. Tras observar el vuelo de otros halcones y caminar largo y tendido, fuimos al Parador de El Niño para reponer fuerzas.

En una mesa cercana había un grupo de comensales entre los que se encontraba un hombre moreno, bien parecido, con un gran bigote y rondando los 35-40 años. Se llevaba a la boca una copa de vino con la mano derecha que tenía solo dos grandes dedos que terminaban directamente en la muñeca. Su brazo desnudo no tendría más de 30 o 40 centímetros y era mucho más delgado de lo que cabría esperar de su corpulento cuerpo anatómicamente normal. Su brazo izquierdo era algo más largo, pero igualmente delgado. Pensamos que aquel vecino de mesa podría haber sido una de las víctimas de la talidomida. Vicente comentó que cuando comenzaba a prescribirla al dar comienzo la década 1960, recibió una circular de Sanidad comunicando la tremenda teratogenicidad del fármaco y su inmediata retirada del mercado.

Quizás los médicos que en los años entre 1957 y 1962 prescribieron talidomida a miles de mujeres embarazadas, como antiemético y sedante, sintieron un gran peso en su conciencia, por los tremendos efectos teratogénicos que provocaron en los bebés nacidos de aquellas madres

A principios de la década de 1950 se desarrollaron en Europa una serie de derivados del ácido glutárico con efectos sedantes. Uno de ellos fue la talidomida, que se sintetizó en 1953 por la empresa farmacéutica suiza CIBA y en 1954 por la alemana Chemie Grünenthal. Esta última la introdujo en el mercado farmacéutico el 1 de octubre de 1957. En esa época se utilizaban los barbitúricos para inducir el sueño; se decía que la talidomida remedaba el sueño fisiológico, lo que tenía claras ventajas sobre los hipnóticos barbitúricos. De hecho, las sobredosis accidentales o intencionada de barbitúricos podían ser mortales por depresión respiratoria, mientras que la talidomida carecía de ese riesgo. La compañía Grünenthal comenzó a vender talidomida en 40 países de todo el mundo, con nombres comerciales tan atractivos como Neurosedyn o Sedalis.

El 18 de noviembre de 1961, el clínico genetista alemán Widkind Lenz, comunicó la posible relación entre el consumo de talidomida y las monstruosas malformaciones observadas en 50 recién nacidos. En todos los casos, sus madres habían tomado talidomida durante el embarazo. Un mes más tarde, un obstetra australiano también relacionó la talidomida con graves efectos teratógenos. Aun cuando Grünenthal cuestionó inicialmente la relación causal entre su fármaco y las malformaciones congénitas de los bebés, la evidencia resultó ser contundente: más de 10.000 niños de Europa, Asia y Oriente Medio nacieron con importantes malformaciones relacionadas con la ingesta de talidomida por sus madres gestantes. El estudio pormenorizado de los casos concluyó que las madres tomaron el medicamento para mitigar las náuseas y vómitos matinales inherentes al primer trimestre del embarazo. La toxicidad fetal se manifestó con signos clínicos tipo focomelia, defectos del paladar, ausencia de pabellones auditivos y malformaciones esofágicas y gastrointestinales.

Puede que aquellos médicos que hoy vivan, sientan que el reposicionamiento de la talidomida para tratar ciertas enfermedades inflamatorias y neoplásicas graves, sirva para descargar sus conciencias

En Estados Unidos, los hechos evolucionaron de manera diferente. El laboratorio Merrell Dow tenía licencia para comercializar talidomida con el nombre Kevadón. Sin embargo, una joven farmacóloga clínica, Frances Oldham Kelsey, acababa de llegar a la Agencia Reguladora de Medicamentos y Alimentos (FDA, Food and Drug Administration). Conocedora de los problemas que la talidomida estaba ocasionando en Europa, aconsejó vehemente a las autoridades de la FDA que retrasaran la autorización para comercializar la talidomida. De esta manera se evitó que decenas o incluso centenares de miles de niños nacieran con graves defectos congénitos en EE. UU. Su firme actitud la reconoció el entonces presidente de EE. UU., John Fitzgerald Kennedy, que concedió a Kelsey la distinción “Distinguished Federal Civilian Service”.

Con los dramáticos efectos tóxicos de los medicamentos ocurre como en tantas otras facetas de la vida, un puente que se hunde, una riada que anega los pueblos, una curva cerrada en la que se producen accidentes mortales de carretera… Se toman las medidas correctoras solo después de que se producen las catástrofes. El desastre de la talidomida fue responsable de que la FDA cambiara su forma de trabajar. En 1962 se aprobó la Enmienda Kefauver-Harris, que se tradujo en una evaluación mucho más estricta de los nuevos medicamentos para uso humano con el fin de aumentar todo lo posible su seguridad. Este cambio también se extendió a las agencias reguladoras de medicamentos de todo el mundo. Otra consecuencia de la tragedia fue la creación de sistemas de farmacovigilancia, con el objetivo de detectar las eventuales reacciones adversas de los medicamentos una vez comercializados. Los ensayos clínicos realizados en un número limitado de pacientes no detectan las reacciones adversas más infrecuentes, que pueden ser graves e incluso mortales, como se demostraría en las siguientes décadas. De ahí el protagonismo creciente que tomarían los sistemas de farmacovigilancia, organizados en tupidas redes nacionales y multinacionales.

En cualquier caso, ni los médicos de los años de 1950-1960 ni los de ahora deben olvidar nunca el tremendo poder que los fármacos tienen sobre el organismo, para bien y para mal

Pero la talidomida resucitaría en las décadas siguientes con nuevas y sorprendentes indicaciones clínicas. Ello se debió seguramente a los múltiples estudios que se realizaron para conocer el mecanismo de los efectos teratogénicos del fármaco, que dio en llamarse síndrome de la talidomida. El primer hallazgo positivo nació en 1965. J. Sheskin había prescrito talidomida como sedante a leprosos que padecían eritema nodoso; observó una contundente mejoría de los síntomas inflamatorios. Desde entonces, la talidomida es la primera indicación para este cuadro, ya que en 1-2 días de tratamiento elimina los síntomas sistémicos (fiebre, malestar, caquexia) y en 1-3 semanas desaparecen las lesiones cutáneas. Estos síntomas se acompañan de una elevación del factor de necrosis tumoral alfa, una citocina inflamatoria que se produce en exceso por los monocitos de la sangre periférica. La talidomida revierte este incremento, indicando que su mecanismo de acción antiinflamatorio/inmunomodulador se basa en la inhibición de la producción de dicho factor de necrosis tumoral α. Este hecho sugiere que el control de la producción aberrante de este factor puede limitar la gravedad de las reacciones inmunológicas adversas, inherentes a muchas enfermedades infecciosas y no infecciosas. De hecho, la superproducción local del factor de necrosis tumoral alfa puede dañar el miocardio y desencadenar un cuadro de insuficiencia cardiaca. Su elevación afecta negativamente la evolución de enfermedades tan importantes como la artritis reumatoide grave, el lupus eritematoso sistémico, la enfermedad inflamatoria intestinal grave, la caquexia del cáncer, las sepsis, la esclerosis múltiple o el sida. En las úlceras aftosas del sida (orofaríngeas, esofágicas, rectales), la talidomida (dosis orales de 50-200 mg por día, durante periodos de tres días a dos meses) es muy eficaz. En un ensayo clínico realizado en pacientes de sida, el tratamiento durante 28 días con talidomida cicatrizó por completo las lesiones orales en 14 de los 23 pacientes tratados; solo en 1 de los 22 pacientes a los que se administró placebo se curó de su lesión oral.

La talidomida también ha encontrado indicaciones terapéuticas en las manifestaciones cutáneas del lupus eritomatoso, en el sarcoma de Kaposi y en el prurito actínico o nodular. Pero quizás, la indicación clínica más relevante sea en el mieloma múltiple refractario a otros tratamientos. Ello se debe a sus efectos inmunomoduladores y antiangiogénicos pues inhibe la formación de nuevos vasos para bloquear el factor de crecimiento vascular y su liberación por el endotelio. De ahí que el tumor no pueda crecer ya que la talidomida bloquea su vascularización. Quizá con estas nuevas indicaciones, la talidomida pretenda remediar el mal que hizo. Y por eso no se resigna a que se la recuerde solo asociada al diablo.

La teratogenicidad no debe ser una limitación importante para el uso terapéutico de talidomida. Las medidas de control de embarazo y métodos contraceptivos hoy disponibles permiten el uso seguro de fármacos incluso más teratógenos que la talidomida. Tales son la isotretinoina, para el acné grave, o los antineoplásicos. Además, ya existen inhibidores del factor de necrosis tumoral alfa, derivados de la talidomida, que podrían estar desprovistos de sus acciones teratógenas, caso de la lenalidomida y la pomalidomida.

Y los laboratorios farmacéuticos tampoco deben olvidar la terrible experiencia de la talidomida; su responsabilidad es estudiar concienzudamente los fármacos que ponen en manos del médico para que este no tenga que lamentar los daños potenciales que su prescripción puede producir

Sesenta años después de aquel desastre me pregunto si podía haberse evitado con experimentación animal. Grünenthal arguyó que sí había realizado experimentos de toxicología en animales y que sus investigadores no habían observado malformaciones congénitas en las crías de los animales utilizados. Puede que dijera la verdad ya que, por ejemplo, los experimentos realizados años más tarde demostraron que el ratón era resistente a la talidomida; sin embargo, en estudios más profundos sí que se demostró que la talidomida producía embriopatías en monos, conejos, ratas, hámsteres y gallinas. Esta es una evidencia palpable de que las observaciones experimentales obtenidas en animales con un nuevo fármaco siempre deben extrapolarse con cautela a la investigación en seres humanos. Cuando se daban a conocer los efectos tóxicos de la talidomida, la Asociación Médica Mundial (AMM) trabajaba en la redacción de un nuevo código ético que llenaría algunas lagunas del afamado Código de Nuremberg que, en 1947, se incluyó en la sentencia del Consejo de Guerra contra los Nazis.

La AMM inició su andadura en Londres en 1946 y celebró su primera asamblea anual en 1947 en Paris. En septiembre de 1954 la AMM elaboró en Roma su primera resolución sobre la investigación en seres humanos, resumida en cinco principios: 1, aspectos morales y científicos; 2, prudencia y discreción en la publicación de los primeros resultados experimentales; 3, experimentación en sujetos sanos; 4, experimentación en pacientes; 5, facilitar información a la persona que participa en la investigación sobre su naturaleza, razones para realizarla y los riesgos que implica. Tras varias publicaciones y borradores sobre el tema, saldría a la luz la Declaración de Helsinki, consensuada en la XVIII Asamblea de la AMM, celebrada en la capital finlandesa en junio de 1964. Con sus respectivas revisiones en décadas sucesivas, esta Declaración se aceptó mundialmente como la base ética de los ensayos clínicos, cuyos principios debían seguir todos los investigadores e instituciones implicados en los mismos. La Declaración se adoptó por todos los países, haciendo referencia a ella en todas las guías y protocolos de los ensayos clínicos. Y no solo en países desarrollados como Japón, China, Europa o América sino también en otros en vías de desarrollo como Uganda que en sus Guías de Investigación con Seres Humanos se refiere al Código de Nuremberg y a la Declaración de Helsinki.

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