Entornos académicos. Antonio García

cuaderno-laboratorio

..Dr. Antonio García García. Médico y Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Es fácil que el pasillo de aulas de mi Facultad tenga el largo de dos campos de fútbol. En uno de sus extremos, el más cercano al Hospital de La Paz, se encuentra mi laboratorio; en la puerta de entrada del otro extremo se ubica la máquina del café. Alguna que otra vez recorro el pasillo para practicar la ceremonia del café, a media mañana o a media tarde; introduzco 0,95 euros por la ranura y a cambio la máquina me agasaja con un cuádruple premio: un pequeño vaso de plástico opaco, un café con leche, una pizca de azúcar y un palito de madera para removerla.

La decena de aulas cuyas puertas de doble hoja permanecen de par en par por el tema COVID-19 y la necesaria ventilación, me permite ver a los alumnos que, en silencio, escuchan al profesor y toman apuntes electrónicos con sus ordenadores. También, en mi tránsito por el pasillo, oigo la voz del profesor que, en cada aula, expone su lección apoyándose en las diapositivas. Las grandes pizarras, en parte ocultas tras la pantalla de proyección, están inmaculadamente limpias; el PowerPoint y la videoproyección las ha dejado inservibles, como viejos adornos del pasado.

Poco puede innovarse en educación médica; si acaso, el destierro de la pizarra, los apuntes en papel y los guiones de clase, producido por el ordenador

Antaño, la pizarra y la tiza eran las herramientas pedagógicas fundamentales. Por ejemplo, en octubre de 1963, la primera clase que escuché en la Complutense pertenecía a la entonces naciente biofísica para médicos. El profesor Jorge Tamarit inundaba la pizarra con fórmulas matemáticas para explicarnos la dinámica de la circulación sanguínea. Cuando terminaba de llenar la pizarra, la elevaba con una manivela conectada a un sistema de poleas, bajaba la segunda pizarra y proseguía incansable con su discurso de ecuaciones e integrales. Para un chico de pueblo como yo, que venía a estudiar a Madrid, aquella clase de los estudios de medicina me dejaba helado. Sentía ser poca cosa en aquella gigantesca aula semicircular entre 500 o más estudiantes.

Pero las materias docentes preclínicas adquirían enfoques más médicos con la fisiología del profesor Antonio Gallego, la histología del profesor Fernando de Castro o la anatomía del profesor Luis Gómez Oliveros. Los alumnos nos trasladábamos de una de aquellas gigantescas aulas semicirculares a la otra para asistir a las clases de una y otra materia. Tengo grabado en mi memoria el boato con el que iniciaba su clase de anatomía el profesor Gómez Oliveros, quien irrumpía en la gran aula seguido de una corte de colaboradores vestidos de blanco riguroso. El profesor venía con un traje impecable y, por supuesto, con corbata. Un colaborador le ayudaba a quitarse la chaqueta y ponerle la bata que traía ya preparada. Con voz potente, iniciaba su clase y al mismo ritmo que la explicaba dibujaba en la pizarra, con tizas de distintos colores, la inserción de un músculo en un hueso, los lóbulos del pulmón o las cavidades cardiacas. Hoy el PowerPoint ha desterrado para siempre la pizarra; al menos en mi Facultad.

En mi Facultad de la UAM, abrigo la esperanza de que los jóvenes que han tomado la antorcha de las tareas docentes, científicas y asistenciales sepan, quieran y puedan seguir el camino de los fundadores

La pizarra y la tiza quizás mantengan su razón de ser en otros entornos académicos no médicos. Por ejemplo, en la Escuela Politécnica Superior, ubicada en el Campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Acudo a su cafetería con frecuencia para tomar un café y escribir un rato. No me molestan las conversaciones de alumnos y profesores en el gran salón; al contrario, me ayudan a concentrarme. Para acceder a la cafetería, paso por un pasillo de aulas, acristaladas en una parte de la pared que da al pasillo. Ello me permite observar el interior. Aquí si veo que el profesor combina el PowerPoint con una buena dosis de pizarra. En las pocas clases que ahora imparto en algunos másteres, en mi condición de profesor emérito, procuro recurrir a la pizarra, que combino con el todopoderoso sistema informático, que tan grande me viene.

En mi camino docente encontré otra curiosa actividad, el guion de la clase teórica. Durante mi posdoctorado asistía a las clases de farmacología que los profesores impartían a los estudiantes de medicina en el Downstate Medical Center de la Universidad Estatal de Nueva York. Este guion facilitaba a los estudiantes el seguimiento de la clase. Posteriormente, lo utilicé en las universidades en las que presté mis servicios docentes, Valladolid, Alicante y Autónoma de Madrid. Sin embargo, de nuevo el PowerPoint desterró el tal guion; ahora se colocan las diapositivas de la clase en la web de la universidad y los alumnos siguen la clase con las diapositivas del profesor, incorporadas a su propio ordenador.

La implicación del alumno en su proceso de aprendizaje ha sido, sin duda, la actividad que me ha brindado experiencias únicas harto gratificantes. Durante cuatro décadas, el Minicongreso de Estudiantes que iniciamos en 1977 en el departamento de farmacología de la Universidad Autónoma de Madrid, demostró que este experimento educativo, basado en la investigación para analizar un problema médico por los estudiantes, era una poderosa arma que les permitiría desarrollar el pensamiento crítico y la capacidad de razonamiento para resolverlo. Un ejemplo ilustra esta maravillosa y poderosa actividad pedagógica:

En la edición 21 del Minicongreso, los estudiantes de tercer curso Miguel de Blas, Elena Bergón, María de los Ángeles Martín, Elvira Cañedo, Alejandra López y Fernando Corella que acudieron varios días a los Servicios de Oncología de los Hospitales Puerta de Hierro y La Paz, y preguntaron a un centenar de pacientes que valoraran la intensidad de su dolor, utilizando una escala numérica del 0 (ausencia de dolor) a 10 (dolor insoportable). También preguntaron a sus médicos que valoraran el dolor de sus pacientes y descubrieron que había cierto desacuerdo entre unos y otros. Los pacientes daban más importancia a su dolor, que era subestimado por los médicos. Concluyeron que el armamento farmacológico que hoy tenemos a nuestra disposición (bombas para la infusión de morfina para producir analgesia controlada por el paciente, formulaciones orales de morfina, parches transdérmicos de fentanilo con efectos analgésicos de 48 horas de duración, medicación analgésica coadyuvante) permite el control total del dolor, por lo que no debemos permitir que nuestros pacientes, oncológicos o no, sufran dolor alguno. Al recoger el premio a la mejor comunicación en forma de panel, de manos del decano, profesor José Villamor León, los alumnos mostraron su satisfacción por la oportunidad que habían tenido para analizar con datos de primera mano, obtenidos por ellos, un problema médico tan importante y de tan frecuente consulta como el del tratamiento del dolor.

Pero el ordenador y el robot que simula la enfermedad no pueden sustituir la realidad del paciente

Hace unos años, el entonces decano profesor Emilio Feliú me invitó para que impartiera la clase de apertura de curso en la joven Facultad de Medicina de Ciudad Real, Universidad de Castilla-La Mancha. Los profesores me mostraron unos amplios espacios dotados de pacientes-robots que, con programas de ordenador, simulaban enfermedades o pautas farmacocinéticas y terapéuticas con fármacos. Nunca los había visto, pues en la Universidad Autónoma de Madrid no quisimos incorporar esas herramientas pedagógicas. Recuerdo que en la época en que dediqué esfuerzos a la coordinación de la docencia en mi calidad de jefe de estudios, a principios de los años de 1980, organizaba reuniones de profesores para, con un piscolabis, presentar y analizar temas de educación médica. Un día se habló de los “muñecos” que remedaban pacientes con síntomas y signos de enfermedades y su posible aplicación docente. Los clínicos pensaban, con razón, que el mejor modelo de enfermedad era el propio paciente que la sufría.

El acceso al paciente en el hospital ha facilitado la inmersión gradual del estudiante en el oficio de médico

Cuando la Facultad de Medicina de la madrileña Universidad Autónoma daba sus primeros pasos al filo del Mayo del 68 francés, los profesores José María Segovia de Arana, Vicente Rojo, Julio Ortiz Vázquez, José María Pajares, Fernando Reinoso, Pedro Sánchez García, Eloy López García, Alberto Sols y José Antonio Usandizaga, entre otros muchos, hicieron realidad la posibilidad de que los estudiantes de medicina pudieran hacer los cursos clínicos en hospitales de la Seguridad Social. Así pues, la idea de que el paciente era el mejor modelo para que los estudiantes adquirieran gradualmente el oficio de médico, se hizo realidad. Esto, que parece un invento de hoy, ya se hacía años atrás. En la magnífica película “El Médico”, el sabio doctor Ibn Sina, en el Ispahan de Persia, enseñaba a los jóvenes aspirantes a médicos valiéndose de dos herramientas: una, la clase teórica basada en sus lecturas de los médicos y los filósofos clásicos y su propia experiencia; y dos, el contacto directo con el paciente.

Ahí reside el auténtico quid de la cuestión, en la propia experiencia. ¿Pero de qué experiencia hablamos?; ¿de la docente basada en la impartición de clases repetidas año tras año, a distintas promociones de estudiantes?; ¿o de la experiencia profesional adquirida en el laboratorio o en la cabecera del paciente? Por ejemplo, el profesor Eduardo Díaz-Rubio, catedrático emérito de la Universidad Complutense y actual presidente de la Real Academia Nacional de Medicina de España, dirigió el Servicio de Oncología Clínica del Hospital Clínico de San Carlos durante largo tiempo. Había bebido abundantemente en las fuentes de la investigación y los ensayos clínicos en oncología. Le invité en varias ocasiones para que impartiera clases de oncología a los alumnos de mi Máster en Ensayos Clínicos; eran verdaderas y amenas clases magistrales. Otro tanto ocurría con el profesor Luis Felipe Pallardo, al que invitábamos para impartir una clase de farmacoterapia de la diabetes, dirigida a los alumnos de tercer curso de medicina. Ni la mejor película de cine captaba la atención de los estudiantes con tanto interés, en comparación con una clase del profesor Pallardo. Ambos profesores, Díaz-Rubio y Pallardo, impartían clases desde su propia experiencia clínica, como en Ispaham hiciera Ibn Sina hace 1.000 años.

Parece claro que el profesor que enseña desde la propia experiencia, científica y asistencial, transmite al estudiante con más convicción los contenidos médicos del programa

Una actividad académica que he rehuido todo lo que he podido es la relacionada con las reuniones docentes y administrativas, a nivel de departamento, de facultad o de universidad. Recuerdo los interminables y tediosos claustros de universidad, discutiendo banalidades y votando a mano alzada tal o cual propuesta. Los centenares de personas que iniciábamos por la mañana el claustro, se reducían por la tarde a escasas decenas que, sin embargo, decidían por todos los claustrales acerca de los acuerdos que convenían a aquellos “resistentes” universitarios. ¿Es que no había tareas más interesantes para desarrollar en las aulas, seminarios, bibliotecas y laboratorios? Algunas juntas de facultad, con asistencia de 50, 60 o más miembros, podían durar toda una mañana. Al final, uno pensaba en qué podía beneficiar aquel despilfarro horario a los objetivos de una institución académica, que son investigar, enseñar y formar.

Durante siglos, el mal de la universidad española ha sido, y es, la mediocre endogamia

La universidad española es un coto cerrado. Todos sus problemas se encierran en uno, la mediocre endogamia. Pocos profesores se han atrevido a pronunciarse públicamente sobre este tema. Sin embargo, mi maestro y amigo, profesor Pedro Sánchez García, tenía a gala confesar abiertamente que el Departamento de Farmacología y Terapéutica que fundó en la UAM en los años de 1970, había alcanzado cotas de prestigio internacional porque supo rodearse de colaboradores “más competentes que él”. Pongo entrecomillada esta última frase porque don Pedro está dotado de una preclara inteligencia y grandes dosis de saber hacer, tanto en la creación de excelente ciencia como en la innovación pedagógica en la enseñanza de la farmacología. Y practicó la endogamia, es cierto. Pero una endogamia positiva que incluía la formación nacional e internacional de muchos jóvenes y su reincorporación posterior al departamento. A sus 92 años recién cumplidos, todavía asiste a sesiones científicas diversas y formula inteligentes preguntas a los ponentes.

No imagino a muchos catedráticos que han poblado y pueblan la universidad española, confesar que “han sabido rodearse de personas más competentes que ellos”. Y no lo hacen porque, en realidad, se han rodeado de colaboradores mediocres que aseguran su hegemonía. ¿Pero para qué quieren ese ficticio poder local? Tengo para mí que les sirve para mantener secuestrada la universidad y servirse de ella con prebendas; por ejemplo, asegurase un puesto de por vida con un salario digno, alcanzar un estatus de prestigio que les permita acceder a entornos extrauniversitarios más lucrativos, como asesorías en entidades privadas, bufetes de abogados, consultas médicas privadas e incluso, la utilización de la universidad como trampolín para saltar a la política.

Si el despilfarro de tiempo que se dedica en la academia a reuniones se utilizara para investigar, tendríamos más candidatos al premio Nobel

En mi Facultad asisto semanalmente a algún seminario científico impartido por jóvenes doctorandos o por científicos consolidados. En su restaurante he podido compartir la mesa del comedor con científicos de peso, incluidos algunos premios Nobel. También me ha sido fácil acercarme a un laboratorio de los distintos departamentos para consultar aspectos relacionados con un complejo sistema de transporte, un método de inmunotinción o un problema de interpretación de una imagen de microscopía electrónica. He aprendido avances científicos relevantes en los seminarios de neurociencia del Departamento de Anatomía e Histología, los del Instituto de Biomedicina y el Departamento de Bioquímica y Biología molecular, o los del Departamento de Farmacología e Instituto Teófilo Hernando, amén de los seminarios científicos generales de la Facultad.

Pero la vapuleada universidad española tiene que salir a flote con la incorporación de profesorado joven, entusiasta y dedicado a tiempo completo. Baso esta esperanza en la íntima satisfacción que me produce pasear con frecuencia por el largo pasillo de aulas de mi Facultad y observar las aulas repletas de estudiantes que toman “apuntes electrónicos” con sus ordenadores y escuchan atentamente a los jóvenes profesores que han tomado la antorcha de los que nos estamos yendo. Escuchar la siembra de sus saberes, cuya cosecha recolectan los aún más jóvenes alumnos aprendices de médico, me llena de orgullo y satisfacción. Y con cada paseo hacia la máquina del café, con Gabriel Celaya, tarareo para mis adentros: «Educar es lo mismo / que poner un motor a una barca… / Hay que medir, pensar, equilibrar… / y poner todo en marcha. / Pero para eso, / uno tiene que llevar en el alma / un poco de marino… / un poco de pirata… / un poco de poeta… / y un kilo y medio de paciencia concentrada. / Pero es consolador soñar, / mientras uno trabaja, / que ese barco, ese niño, / irá muy lejos por el agua. / Soñar que ese navío / llevará nuestra carga de palabras / hacia puertos distantes, hacia islas lejanas. / Soñar que, cuando un día / esté durmiendo nuestra propia barca, / en barcos nuevos seguirá / nuestra bandera enarbolada».

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