Cuadernos de laboratorio

Dr. Antonio G. García. Médico y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando

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Dr. Antonio G. García. Médico y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando
Se me ocurre esta reflexión a propósito de una carta que me envió el profesor Ricardo Borges Jurado hace unas semanas. En la citada misiva me recordó el texto que le dediqué en un cuaderno de laboratorio que le regalé, el día de Reyes de 1987, cuando ambos trabajábamos en la joven Universidad de Alicante, yo como catedrático de Farmacología y él como estudiante de doctorado que finalizaba su tesis tras cuatro años de arduo trabajo. Ricardo se hizo médico en la Universidad de La Laguna, siempre se sintió fuertemente atraído por la ciencia y en aquellos juveniles años pudimos sacar adelante proyectos de interés, a pesar de trabajar en una universidad neonata, en la que estaba todo por hacer. Con permiso de Ricardo, reproduzco aquí la dedicatoria que le hice en aquel cuaderno:

«A Ricardo Borges, siempre rebelde en todo, crítico en todo, entusiasta en todo, apasionado en todo; para que canalice su energía en algo que haga avanzar la ciencia española de forma contundente. Para que en este cuaderno escriba impecables protocolos y abandone las hojas sueltas, los trozos de papel suelto, las ideas sueltas y los experimentos improvisados y sin probabilidades de éxito. Para que, con este, inicie una colección de cuadernos que sus futuros discípulos añoren leer».

Me inspira esta reflexión una carta que me envía mi antiguo colaborador, y siempre amigo, el profesor Ricardo Borges

El cuaderno de laboratorio es el testigo directo del buen hacer del investigador. Por ello debe escribirse en él, con exactitud y precisión, el protocolo de cada experimento, la pregunta que se formula, la observación de la que se parte, los resultados y su interpretación. Incluso también los datos negativos deben reflejarse en el cuaderno, que forma parte indeleble del método científico y de las buenas prácticas de laboratorio (BPL). En el laboratorio de la Fundación Teófilo Hernando utilizamos un cuaderno con sus páginas encuadernadas y numeradas. En su contraportada aparecen las instrucciones para su uso y para realizar todas las actividades siguiendo las normas BPL. Ese cuaderno oficial contiene los protocolos y resultados de cada experimento, así como la clave para acceder a los datos originales del mismo en la base de datos electrónica del laboratorio. Todas estas actividades están supervisadas por el Departamento de Calidad de la Fundación.

Mi irrefrenable impulso por escribir en un cuaderno el historial de la actividad experimental en el laboratorio se inició en 1967, cuando todavía era estudiante de cuarto curso de Medicina en la entonces llamada Universidad Central, hoy Complutense de Madrid. En aquel grueso cuaderno de pastas duras y 300 páginas numeradas, anotaba los protocolos de los experimentos que me sugería cada tarde el profesor Pedro Sánchez García, mi mentor cuando era estudiante de medicina y mi director de tesis doctoral cuando me licencié. En el cuaderno anotaba todo tipo de detalles, incluidas las composiciones de las soluciones nutritivas en las que bañaba el corazón de cobaya u otro órgano aislado, o las diluciones de los fármacos que utilizaba para aumentar o bloquear el ritmo de la contracción cardiaca, así como los resultados obtenidos, su interpretación, las dudas que generaban y los nuevos experimentos que debía hacer para resolverlas.

En la página 1 del grueso cuaderno I, fechado en octubre de 1967, hacia una especie de introducción general: «Resumen de la labor efectuada el pasado curso en el laboratorio de Farmacología del doctor P. Sánchez García, Facultad de Medicina de Madrid. Lo más destacable es el aprendizaje de las principales técnicas farmacológicas de investigación, sobre todo con órganos aislados…».

El cuaderno de laboratorio es testigo del trabajo científico que realiza el investigado

Tras mencionar las técnicas y aparatajes con los que me había familiarizado, concluía esta introducción así: «Todo esto, con un somero estudio teórico de diversos problemas farmacológicos y la lectura de distintos trabajos me han dado una base para, este año, iniciar ya más seriamente un trabajo más o menos personal, y llevarlo adelante. Fecha y firma».

En la página 3 de mi primer cuaderno de laboratorio, escribía mi primer experimento con su hipótesis de trabajo: «Experimento N.º I, fechado el 19-X-1967. Hipótesis de trabajo. Se pretende hacer una curva dosis-efecto con acetilcolina sobre el músculo recto anterior de la “rana pipiens” y observar si se afecta por la noradrenalina».

Tras describir la técnica, los pormenores del experimento y discutir los resultados, establecí las siguientes conclusiones: «Se consigue una curva dosis-efecto con acetilcolina en dosis progresivamente crecientes que, por ser muy características, se puede tomar como tipo para representarla en un sistema de Lineweaver-Burk. Se observa que, posiblemente, la noradrenalina potencia la acción de la acetilcolina. Firma».

Por aquella época estudiantil también daba mis primeros pasos clínicos en el edificio de consultas externas del madrileño Hospital de la Cruz Roja, en la Avenida de la Reina Victoria. Allí aprendí a hacer historias clínicas en la consulta de diabetes de los doctores Luis Felipe Pallardo y Pedro Gómez Leal. Estos experimentados médicos, con gran vocación docente, me enseñaron a hacer una buena historia clínica, con la correspondiente exploración física del paciente. Presentaba la historia, escrita en el formato de papel de la Cruz Roja, al doctor Gómez Leal quien, tras examinar al paciente, hacía un diagnóstico de presunción y solicitaba las pruebas complementarias pertinentes. En cierto modo, aquella labor de historiar a los pacientes para luego seguirles en sucesivas consultas, me resultaba parecida a la que hacía por las tardes en el laboratorio, anotando en el cuaderno los detalles de cada experimento. También me parecía que el ejercicio del pensamiento crítico que hacía por la mañana junto al doctor Gómez Leal, o en la sesión clínica que presidía el profesor Pallardo, estaba bastante relacionado con las discusiones que, por la tarde, sostenía con el profesor Sánchez García, a propósito de los resultados del experimento del día.

En cierto modo, las anotaciones que he hecho en los 120 cuadernos que he llenado en mi medio siglo de actividades científicas y docentes, se parecen mucho a las detalladas y meticulosas historias clínicas que hacía a los pacientes en la Cruz Roja

El máximo exponente de ese razonamiento crítico, tan propio del cerebro humano, lo presencié en algunas sesiones clínicas cerradas, que viví cuando era estudiante y asistía a las masivas y atractivas sesiones clínicas que presidía el profesor Carlos Jiménez Díaz en la Clínica de la Concepción y, posteriormente, en el Hospital de La Princesa. En esas sesiones, tras discurrir sobre la historia clínica, el ponente tenía que hacer una predicción diagnóstico-diferencial, es decir, la hipótesis o conjetura inherente al método científico. Siempre he pensado que la clínica y el laboratorio tenían mucho en común, a saber, el ejercicio del pensamiento crítico, la capacidad deductiva, el planteamiento de las varias soluciones que siempre tiene un problema. En suma, la práctica del método científico, reflejada en una buena historia clínica y en un buen cuaderno de laboratorio.

Las BPL exigen que los datos experimentales se recojan de manera rigurosa en el cuaderno. Esto también es verdad en el caso de la investigación clínica; concretamente, el cuaderno de recogida de datos (CRD) es la columna vertebral del ensayo clínico. Una vez más, las investigaciones preclínicas y clínicas tienen en común las exigencias que se recogen en las estrictas normas BPL y en las que deben seguirse con las BPC o buenas prácticas clínicas. Solo con el rigor de las BPL y las BPC podrá confiarse en la veracidad de los datos experimentales y en la honestidad del investigador y sus colaboradores. A pesar de ello, no es infrecuente constatar la falta de rigor de muchos trabajos que se publican inmerecidamente en revistas biomédicas

Con los años me alejé de la poyata del laboratorio, aunque no de la investigación que hacían mis colaboradores, que supervisaba en sus cuadernos. Pero, curiosamente, el impulso de escribir en un cuaderno tamaño folio no me abandonó. Con mi inseparable cuaderno, acudía a los congresos, seminarios, cursos, visitas a otros laboratorios o a las conferencias. Cuaderno y bolígrafo, preparados para anotar datos que despertaran mi interés, dudas que reflejaba en forma de preguntas a los diversos ponentes y, cuando se prestaba el tema y el ambiente, abrir un coloquio que permitiera aprender algo nuevo. Escuchar, hacerse preguntas y plantear posibles respuestas sin la compañía de mi cuaderno, me habría resultado imposible. Necesitaba hacer anotaciones para fijar mi atención. Ejercer continuamente el método científico. He escrito en esos cuadernos asuntos de ciencia, pero también los he llenado con palabras que atañen a la academia, la educación, las complejas relaciones humanas, la poesía y las humanidades en general.

Las buenas prácticas de laboratorio exigen el uso de un cuaderno de laboratorio con un formato especial, como el que utilizamos en los laboratorios de la Fundación Teófilo Hernando

Cuando asisto a un seminario científico y veo a los jóvenes que no llevan un cuaderno de notas o un mal papel para escribir alguna idea, me pregunto si es que son superdotados y retienen, en su hipocampo y corteza prefrontal, los conceptos y datos expuestos por el ponente. Pienso también en la posibilidad de que a esos jóvenes desnudos de cuaderno de notas quizás les importe un bledo el seminario, el seminarista y las ideas expuestas. Pero, afortunadamente, otros jóvenes asiduos de los seminarios sí que llevan su cuaderno de notas y formulan preguntas al ponente. Así pues, aunque pueda equivocarme, cosa sana si se admite, concluyo que hay dos clases de estudiantes de doctorado y posdoctorado: los excelentes con su inseparable cuaderno y los que están en el seminario como en el cine.

Con la dedicatoria que le escribí en aquel cuaderno, Ricardo me acercó una interesante carta y una foto con los 17 cuadernos tamaño folio que había llenado hasta el momento con sus experimentos y reflexiones. Con su permiso, reproduzco aquí algunos párrafos de esa carta, fechada el 18 de octubre de 2023:

«Allá por finales de 1986, Antonio se iba de la Universidad de Alicante; yo haría lo propio unos meses más tarde. Una mañana me sorprendió con un cuaderno de laboratorio. La dedicatoria lo decía todo. Lo que ignoraba entonces es que aquel cuaderno iba a ser el primero de una larga serie que llegó ayer al número 17. Al contrario de lo esperable, mi último —el número 16— iba a llenarlo en 7 meses. Nunca pensé que a mis 64 seguiría apuntando en esas páginas».

El cuaderno de laboratorio tiene una función parecida a la del cuaderno de recogida de datos en el ensayo clínico: dar fe del buen hacer y la honestidad del investigador

Y continúa su carta el profesor Borges: «Releyendo al azar mis notas a lo largo de estos casi 40 años de laboratorio, puedo ir evocando mis inquietudes y preocupaciones de cada momento vital. De las viejas gráficas de la liberación “online” en la adrenal de gato a los últimos datos de espigas amperométricas de pacientes con párkinson…». 

Y la finaliza con una conclusión educativa: «Es la importancia de dejar constancia. Algo que intento transmitir cada día a los que se acercan a estos humildes laboratorios. Hay muchos cuadernos similares por las estanterías; algunos se quedaron truncados a las pocas páginas, otros se llenaron con multitud de datos (y de reflexiones). Ayer comencé a llenar el número 17. Gracias, Maestro».

Con otro de mis antiguos colaboradores, Jorge Fuentealba (Universidad de Concepción, Chile) Ricardo me saluda con la hermosa palabra «maestro», hoy olvidada. Pero para mí, Ricardo y Jorge son mucho más que discípulos; son amigos.

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