¿Debemos denunciar las agresiones verbales?

¿Cuántas veces has tenido que afrontar en tu ejercicio profesional que algún paciente te insulte, te grite, te desacredite delante de otros pacientes o te amenace de forma más o menos velada? Muchas más de lo deseable, ¿verdad?

Creo que todos diríamos que es el “pan de cada día”. Pero como pocas veces evoluciona a daños más evidentes, con lesiones físicas, aguantamos el chaparrón, acabamos de pasar la consulta como podemos e intentamos olvidarnos hasta el siguiente incidente. Pero, déjame que te haga una pregunta: ¿Cómo te sientes durante ese episodio?, ¿qué sensaciones experimentas cuando el paciente ha salido por la puerta?, ¿crees que ese estado te permite seguir pasando la consulta de forma adecuada?

Mientras tú revives alguno de esos episodios, te voy a ir contando cómo me he sentido yo en esas ocasiones. Cuando un paciente ha comenzado a gritarme, insultarme o injuriarme de forma que yo consideraba injusta, he sentido que mi cuerpo se tensaba, me taquicardizaba, he experimentado emociones mezcladas de rabia e impotencia, mi capacidad de pensar se paralizaba y a mi mente le costaba centrarse en el asunto por el que acudía el paciente. Mi respuesta ha variado según mi estado de ánimo general en ese día, según la presión asistencial de ese día, según el cansancio que acumulaba ese día… Algunas veces no he conseguido contenerme y he intentado imponer mi criterio con alguna hostilidad (consciente o inconsciente), otras me he paralizado y he esperado hasta que el/la paciente se calmara.

Es decir, unas veces he reaccionado de manera más adecuada que otras a la situación, lo que ha podido repercutir en que la persona que me estaba agrediendo cesara su agresión o la aumentara; pero lo cierto es que terminar de atender a ese paciente ha sido todo un suplicio, la mano me temblaba para poder escribir, la voz me temblaba al intentar explicar el diagnóstico y el tratamiento. Y cuando esa persona ha salido de mi consulta, me he quedado en un estado de shock, de incomprensión de la situación, de injusticia. En ocasiones he sentido ganas de gritar y en otras he sentido ganas de llorar. Alguna vez he tenido que esperar un poco para poder seguir pasando consulta, y siempre me quedo con una sensación de inseguridad y alerta que hace más costoso terminarla de una forma adecuada. No sé si tus experiencias se pueden acercar mucho o poco a las mías; seguramente algunas manifestaciones son más evidentes en unas personas que en otras por experiencias previas que nos han enseñado a reaccionar de formas distintas ante las situaciones traumáticas. Pero estoy segura que en mucho de lo que he contado te has sentido identificado/a.

Todas estas vivencias que ocurren frecuentemente en nuestras consultas son agresiones (aunque no entrañen violencia física) y, por lo tanto, reaccionamos ante ella como ante cualquier amenaza o peligro. Ante esa situación, los humanos disponemos de 3 formas de respuesta fisiológica posibles: enfrentarnos al peligro, huir o paralizarnos. Pero cuando una agresión se sigue repitiendo de forma aleatoria, acaba produciendo en nosotros una “indefensión aprendida”. Remito al artículo que escribió nuestra compañera Sheila Justo (El residente y la indefensión aprendida), que explicaba muy bien una de las causas por las que los médicos acabamos aceptando el maltrato continuado (venga de donde venga: de arriba, de abajo, del mismo nivel…) de una forma bastante pasiva, como consecuencia de la indefensión aprendida desde nuestra formación.

Sheila explica muy bien el experimento que realizaron Meier y Seligman, en el que descubrieron cómo los perros entraban en esta indefensión aprendida. Dividieron a sus perros en dos grupos. Sometieron a uno de ellos a descargas eléctricas aleatorias e indiscriminadas de las que no podían escapar, mientras que en el segundo grupo disponían de un dispositivo que podían accionar con la patita para detener la serie de descargas. Después de un tiempo de aprendizaje, se pudo observar que, al rodear a ambos grupos de animales con un simple alambre electrificado, el perro del segundo grupo no tardaba en comprender que si saltaba el pequeño obstáculo quedaba en libertad; mientras que los animales del primero renunciaban a la búsqueda, y no hacían NADA. Es decir, que la mera oportunidad de escapar no hacía que los animales traumatizados tomaran el camino hacia la libertad.

A las personas nos pasa algo parecido cuando sufrimos agresiones de forma persistente y aleatoria, por lo que acabamos rindiéndonos, y en lugar de experimentar nuevas opciones, permanecemos paralizadas en el miedo que ya conocemos, llegando a normalizarlo. Por otra parte, Meier y Seligman descubrieron que el único modo de tratar a los perros traumatizados para que salieran de los barrotes eléctricos cuando las puertas estaban abiertas era arrastrándolos repetidamente de las jaulas para que pudieran experimentar físicamente cómo salir.

En AMYTS llevamos mucho tiempo preocupados por los problemas de las agresiones a los profesionales, y estamos actuando desde distintos ángulos. Actuamos a nivel de la Administración en los distintos Comités de seguridad y salud, y a nivel de mesa sectorial para promover las mejoras que debe realizar la Administración en este campo. Pero también creemos que es muy importante actuar a nivel de los compañeros, para que podamos ser más conscientes de nuestra realidad, para que sepamos cómo tenemos que proceder y para que conozcamos vías de actuación que nos puedan ayudar a salir de esta situación de “paralización” en que muchas veces nos encontramos.

Una de estas vías es la denuncia del episodio, porque haciendo el símil con el experimento de los perros, es una manera de que un agente externo nos saque de la jaula y podamos enfrentarnos a nuestro agresor de una forma adecuada y contenida por el entorno, lo que nos permitirá vivenciar el dejar de ser víctimas “paralizadas”. Está claro que, cuando la agresión ha sido física y grave, todos tenemos muy clara la denuncia; pero si la agresión física es leve o sólo se trata de una agresión verbal, lo más frecuente es que no hagamos nada, o como mucho, rellenemos el protocolo del que disponemos para tal efecto en nuestro centro sanitario. De modo que ante las agresiones verbales (que no dejan de ser agresiones porque ya hemos visto al principio todos los efectos negativos que producen en nosotros) no hacemos nada, se vuelven a repetir de forma aleatoria y cada vez vamos entrando más en indefensión aprendida, y acabamos aceptándolas como “gajes del oficio”. Y los agresores cada vez se sienten más fuertes y seguirán utilizando sus métodos intimidatorios para conseguir sus fines, probablemente aumentando en intensidad y pudiendo llegar en algún momento a la violencia física. Esto lo vemos muy claro en el maltrato de género ¿no? Pero en nuestro propio maltrato nos cuesta verlo y dar pasos positivos.

Por eso, en AMYTS, hemos decidido empezar a denunciar también las agresiones verbales. Quiero describiros brevemente mi experiencia en mi último caso de agresión verbal, cuando decidí hablar con la abogada del sindicato que está llevando estos casos para ver en qué términos se podía cursar la denuncia. El caso ocurrió en mi consulta de pediatría, donde acudió sin cita previa una madre con su hija de unos 2 años porque consideraba que no podía esperar a que le viera su pediatra del horario de tarde. Como entró en la consulta más tarde de lo que ella había previsto, ya entró quejándose y gritando. Conseguí mantener la calma e intenté centrar el tema en lo que le preocupaba de su hija, consiguiendo sostener su irritabilidad mientras hacía la anamnesis; pero cuando estaba explorando a la niña y le sujeté la cabeza para poder mirar los tímpanos con el otoscopio, la madre perdió el control y comenzó a proferir calumnias (“está agrediendo a mi hija”, “es una maltratadora de niños”), injurias (“es una mala pediatra”) y gestos amenazantes que llegaron a provocarme una sensación de peligro físico. Los gritos eran tan amenazantes que inmediatamente pasó la enfermera de la consulta de al lado y subió la guarda de seguridad. Mientras yo terminaba de explorar a la niña, en presencia del padre y la enfermera, la madre seguía injuriándome en la sala de espera, donde había muchos otros pacientes.

Creo que todos podéis imaginar la escena y el estado en el que me encontré después de ese episodio (que para mí había sido totalmente incomprensible). Cuando me calmé, intenté disculparla en mi interior, pensando que la mujer estaría pasando por una mala época o que podía tener algún problema que le hizo reaccionar así, pero después varias personas (médicos y administrativos) me contaron que ellos también habían tenido episodios parecidos con ella. Decidí que era el momento de empezar a denunciar también las agresiones verbales. La abogada consideró que, teniendo en cuenta que los hechos no son constitutivos de delito, no iba a ser admitido por vía penal, y creyó que lo más conveniente era un acto de conciliación y una pequeña indemnización económica. El acto de conciliación fue hace unos días. Yo tenía una cierta prevención sobre cómo me iba a sentir cuando me encontrara cara a cara con esta señora. Pero os puedo decir que ella no se atrevió a mirarme a la cara y que yo me sentí fuerte y segura, y que había conseguido salir, al menos una vez, de la jaula alambrada.
..Dra. Reyes Hernández Guillén. Pediatra. Secretaria del Sector de AP de AMYTS

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