..Santiago Moreno. Jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal
Las dos últimas décadas han sido testigo de avances sin precedentes en la lucha contra el SIDA. Gracias a la introducción de tratamientos altamente eficaces y poco tóxicos, la infección por VIH ha pasado de ser una enfermedad rápidamente progresiva de curso uniformemente mortal a ser una enfermedad manejable, de evolución crónica, que no afecta la cantidad ni calidad de vida de la inmensa mayoría de las personas que la padecen. Pero, junto a este enorme progreso, sin duda uno de los logros más importantes de la medicina moderna, de modo continuo lamentamos significativos fracasos en esa lucha contra el VIH. Aunque no el único, seguramente el más importante es el hecho de que cada año se siguen infectando un importante número de personas en nuestro país. Intuitivamente, profesionales de la salud y población general afirmamos que “se le ha perdido el respeto al sida porque ya no es lo que era”. Detrás de esa afirmación, se transmite la idea de que, al perder su carácter de enfermedad grave, las personas con prácticas de riesgo no temen a la infección y se relajan en la adopción de medidas que previenen la transmisión.
Este hecho tiene una parte de verdad. Nadie puede negar que una parte de la población con prácticas de riesgo se ha relajado y ha dejado de utilizar preservativos y otros métodos de barrera para evitar infectarse. Esto incluye a todas las personas que mantienen relaciones sexuales sin protección, cualquiera que sea su orientación sexual y tipo de práctica. Hay poco que alegar en defensa de los que no se protegen de modo adecuado. Es responsabilidad de cada individuo protegerse de la mejor manera posible de una enfermedad que de momento no tiene curación. Es cierto, por otro lado, que, la lucha contra las enfermedades de transmisión sexual se ha tropezado como principal obstáculo con el carácter primario y primitivo de las prácticas que conllevan la transmisión y desde siempre se han buscado métodos alternativos al uso de los métodos de barrera.
Al perder su carácter de enfermedad grave, las personas con prácticas de riesgo no temen a la infección y se relajan en la adopción de medidas que previenen la transmisión
Pero la pérdida de respeto al sida y a la infección por VIH no es patrimonio exclusivo de las personas que tienen riesgo de infectarse. De modo más significativo le han perdido el respeto las instituciones que deberían velar por poner fin a la epidemia, y en este caso hay todavía menor excusa. La sensación de que el sida ya no es un problema importante de salud pública ha llevado a los responsables a abandonar las iniciativas que deberían educar a la población y recordarles cómo se transmite y cómo no se transmite el VIH, la necesidad de hacerse la prueba del VIH o qué diferencia hay entre tomar y no tomar tratamiento antirretroviral respecto al riesgo de transmisión, por ejemplo.
Más allá de la educación, hay medidas propuestas por la comunidad científica cuya eficacia en prevenir la transmisión del VIH está demostrada y sancionada por los ensayos clínicos y los estudios en muchas partes del mundo. Por citar solo los dos más importantes, el diagnóstico y tratamiento de todas las personas infectadas o el uso de la profilaxis preexposición podrían acabar con los nuevos casos de infección y controlar virtualmente la epidemia. Pero la falta de respeto hacia el VIH por quien nunca se lo debería haber perdido ha hecho que ninguna de las dos medidas haya sido implantada en ninguna parte de España, y no precisamente por desconocimiento del problema y sus soluciones.
La sensación de que el sida ya no es un problema importante de salud pública ha llevado a los responsables a abandonar las iniciativas que deberían educar a la población y recordarles cómo se transmite y cómo no se transmite el VIH
Desgraciadamente, esta historia no es nueva. Se vivió un día con la tuberculosis. La aparición del tratamiento antituberculoso y la disminución consiguiente del número de nuevos casos y de las muertes asociadas creó una sensación de seguridad que llevó a pensar que todo estaba hecho. Décadas después, con cifras alarmantemente altas de tuberculosis para un país de las características de España, seguimos lamentando no haber actuado de modo más eficaz en aquel momento, como hicieron otros países próximos a nosotros. La situación es paralela con la infección por VIH. Países de nuestro entorno han introducido las medidas que consideran necesarias para controlar la epidemia, mientras en España esperamos que nuestra excelente red de asistencia sanitaria y el tiempo nos solucionen el problema. Esperemos que la historia no se repita en esos términos, que todos recuperemos el respeto perdido y podamos darle la puntilla al sida.