Vejez, enfermedad, muerte. Antonio G. García

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..Antonio G. García. Catedrático Emérito de Farmacología de la UAM y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Tres volúmenes de los Recetarios Poéticos de la Facultad de Medicina de la UAM, editados por el Grupo de Poesía de la Facultad de Medicina, de la Universidad Autónoma de Madrid, y distribuidos a todos los estudiantes de medicina, y el cuarto volumen que sigue su camino buscando la incierta meta, han incluido algunas poesías que aluden al tema de este comentario.

Por ejemplo, Jesús Pemán, que estudiaba tercero de Medicina cuando escribió y comentó su Poema a la muerte, sí se atrevió a entrar en el tema: «Oh muerte querida, / amiga íntima, / compañera de andares, / de silenciosos quejares, / al rico condenas / y al pobre honras» (Recetario Poético I, p. 207). Curiosamente, en su comentario confiesa Jesús que escribió este poema en el tejado de su casa, cuando tenía 17 años y estudiaba segundo de bachillerato. Y añade: «Fue una época profunda de introspección, un periodo que nunca olvidaré y que siempre me recordará de dónde vengo y a donde quiero ir».

En los tres volúmenes de los Recetarios Poéticos de los Estudiantes de Medicina de la UAM los alumnos, futuros médicos, han recogido y comentado el significado de algunas poesías relacionadas con la vejez, la enfermedad y la muerte.

La Oda a la muerte de Jesús Pemán tiene reminiscencias de las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, que también recuerdan la idea de que la muerte iguala a pobres y ricos: «Nuestras vidas son ríos / que van a dar en la mar / que es morir; / allí van los señoríos / derechos a acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros, medianos / y más chicos, / allegados son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos». Quizás Manrique ha inspirado a muchos poetas que han cantado a la muerte desde que hace más de 500 años este poeta palentino escribiera sus inmortales Coplas.

Fue el príncipe de los ingenios, Félix Lope de Vega y Carpio quien, entre los siglos XVI y XVII, relacionó al médico con la enfermedad y la muerte: «Enseñé; no me escucharon. / Escribí; no me leyeron. / Curé mal; no me entendieron.  /Maté; no me castigaron. / Ya con morir satisfice. / ¡Oh, muerte! Quiero quejarme: / bien pudieras perdonarme / por servicios que te hice». Ángela Gutiérrez Rojas, que ha estado en el Grupo de Poesía desde que se iniciara hace casi una década, y continúa muy activa desde su nueva situación de residente de Medicina Interna en el hospital Puerta de Hierro, con su acertado razonamiento crítico interpreta el duro poema desde la óptica del error médico. Lope pone en boca del médico: «La frustración y la culpa por los errores cometidos… Un hecho que ha perdurado en el tiempo hasta hoy». El médico debe enfrentarse a esos errores y aprender de ellos con humildad y enseñar a otros, concluye Ángela.

Entre poesías y hechos reales, estudiantes y médicos del Grupo de Poesía comentan el creciente abandono de las personas mayores

En las reuniones quincenales del Grupo de Poesía, hemos mantenido debates de alto voltaje sobre temas sociales, sanitarios o educativos. La vejez no podía faltar. En el Recetario III se recoge un breve poema de Gloria Fuertes titulado “¡Hospital-Asilo de ancianos pobres! (página 121): «Viven mucho. / Algunos no tienen nada más que años… / Allí están solos / y aún vivos, / solamente esperando. / Viven mucho. / Valen tan poco que ni la muerte les quiere».

Arturo José Ramos, médico del hospital Puerta de Hierro, afirma en su comentario a este poema que a medida que avanza el consumismo aumenta el abandono de las personas mayores. Y cuenta una anécdota que vivió cuando fuera jefe de Admisión y Documentación Clínica del hospital de la Fuenfría, en Cercedilla (Madrid): «Una tarde de 1998, estando en el cine, me localizaron de urgencias desde el hospital para informarme que “nos habían devuelto a un paciente dado de alta esa misma tarde”. El conductor de la ambulancia comentó que cuando abrió la puerta del ascensor de la vivienda, donde residía el anciano con una hija suya –—en un barrio lujoso de Madrid—, se encontró a una vecina sentada en una silla, en el descansillo del tercer piso, quien informó que la familia le había dado el siguiente mensaje: “No vamos a abrir la puerta, pueden devolverle al hospital”».

Arturo finaliza su comentario con el descorazonador último verso: «solo están esperando». Y se pregunta: «¿Qué encontraría Gloria Fuertes en su visita al asilo de ancianos para decir en sus versos que “valen tan poco que ni la muerte los quiere”?». Quizá, lo mismo que la misma muerte, termina Arturo, su comentario.

Aferrarse o no a la religión, como se comenta en algunas poesías, es disponer de una tabla de salvación y esperanza, o de la nada

Como esos ancianos del asilo debió sentirse Francisco de Quevedo y Villegas cuando, ya viejo y achacoso, escribió su afamado soneto: «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados, / por quien caduca ya su valentía. / Salime al campo: vi que el sol bebía / los arroyos del yelo desatados, / y del monte quejosos los ganados, / que con sombras hurtó su luz al día. / Entré en mi casa; vi que, amancillada, / de anciana habitación era despojos; / mi báculo, más curvo y menos fuerte; vencida de la edad sentí mi espada. / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte».

El internista y poeta José Luis Aranda, vinculado al Grupo de Poesía de Medicina de la UAM desde sus inicios, comenta en el Recetario Poético I (página 213) esta reflexión de Quevedo sobre su decadencia física y biológica. Hay mucha tristeza y poca esperanza, ausente de matiz religioso en el que pudiera refugiarse el poeta, dice José Luis. Todas las cosas avisan de la muerte y los más transcendentes símbolos de la vida (el heroísmo colectivo e individual, el hogar, el ciclo natural) ceden ante la «carrera de la edad» y la acometida de la muerte.

Afrontar la muerte con serenidad, sin rebelarse, no es tarea fácil. Miguel Hernández la veía así: «¿Morir?… ¿Podré resistir / tamaño acontecimiento, / o moriré en el momento / en que me vaya a morir / de pena y de sentimiento?» Y ante esa duda, el poeta oriolano recurre a la escena de Hamlet de Shakespeare con la calavera en la mano: «Ser o no ser; esa es la cuestión». Miguel Hernández parece aceptar la muerte en otra estrofa que denota resignación en la que también introduce la escena de la calavera: «Sea, Señor, cuando quiera / tu poder: a él me sujeto. / ¡Si toda mi vida espera, / alerta, mi calavera / apoyada en mi esqueleto!»

Incluso Miguel de Unamuno, en su estremecedor epitafio, buscó refugio en el “Padre Eterno”

En la Navidad de 2003 el doctor José María Fernández Rañada, que creó un excelente Servicio de Hematología en el madrileño hospital de La Princesa, me diagnosticó una leucemia linfoblástica aguda. Los doctores Ángela Figuera y Juan Luis Steegmann lucharon dos años para que sobreviviera. Y lo lograron. Vi la muerte muy de cerca, confinado durante largos meses en una habitación de aislamiento, con tratamientos feroces, una inmunosupresión con infecciones superpuestas y alimentación parenteral.

Pero al contrario de Quevedo, yo sí hice uso de la agarradera religiosa que mamé de mi madre, aunque la tuve abandonada durante largos años de frenética actividad profesional. Como también la utilizó don Miguel de Unamuno, el adalid de la duda, en su tremendo y bello epitafio: «Méteme, Padre eterno, en tu pecho, / misterioso lugar; dormiré allí, / pues vengo deshecho / del duro bregar».

El estudiante Gabriel Liaño, ahora residente de oftalmología en el hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares, hizo un profundo comentario de estos cuatro sucintos versos unamunianos: «Como su personaje don Manuel Bueno, que se arropó al morir con los sueños que nunca pudo encontrar en una vida llena de santidad, pero carente de fe, Unamuno usa de mortaja este epitafio, este mensaje de encuentro con Dios padre, para descansar de una vida alejado a él».

Hace unas semanas, en una reunión del Grupo de Poesía, surgió el tema de la muerte digna, como si el morir tuviera algo que ver con valores éticos o estéticos, o si la dignidad dependiera de otras personas y no de uno mismo. Uno afronta en soledad la muerte y, aunque acompañado de familiares o amigos, uno se muere solo. Probablemente, la muerte más digna sea la que se produce como consecuencia de un infarto agudo de miocardio que, además, es frecuente durante el sueño. Pero es verdad que la muerte del paciente anciano rechazado por su hija y devuelto al hospital de la Fuenfría el mismo día de su alta médica, da que pensar.

La sola idea de tener que decidir, como médico y persona compasiva, cuándo debe morir un ser humano enfermo, me produce escalofríos

La vejez no tiene por qué verse como la antesala de la muerte; ni la enfermedad, más frecuente en los mayores, tampoco debe impedir que se vivan los últimos años de la vida con ilusión y esperanza. Para el poeta portugués José Saramago, la vejez no es la enfermedad o esperar la muerte sin más. Es otra cosa: «¿Qué cuántos años tengo? / ¡Qué importa eso! / ¡Tengo la edad que quiero y siento! / La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.  / Hacer lo que deseo, / sin miedo al fracaso o lo desconocido…» Y más adelante, dice en su poema: «Tengo la edad en que las cosas / se miran con más calma, / pero con el interés de seguir creciendo». Y finaliza con estas hermosas palabras: «¡Qué importa si cumplo cincuenta, / sesenta o más! Pues lo que importa / ¡es la edad que siento! Tengo los años / que necesito para vivir libre y sin miedos».

No hace mucho mi Facultad se adhirió al Movimiento Neohipocrático Internacional, que pretende recuperar los valores humanistas que la medicina tuvo durante dos milenios y medio, en parte perdidos por la masificación de las consultas y el desarrollo tecnológico e informático. Nuestro decano entonces, el profesor Juan Antonio Vargas, se esforzó por recuperar esos valores e incorporarlos al currículum de los estudios médicos.

Al graduarnos, los médicos hacemos en público el juramento hipocrático que incluye el velar por la salud de nuestros pacientes y hacer todo lo posible por alargar sus vidas. Es cierto que hay que sopesar la prolongación de la vida con contenidos e ilusión, como lo sentía Fernando Pessoa. Hace unas semanas un paisano amigo me pidió que le ayudara a trasladar a su mujer, gravemente enferma a causa de un cáncer de pulmón desde el hospital donde estaba ingresada dos meses, a otro de cuidados paliativos. Él y su mujer querían que viviera. Ahora descansa y vive, con cierta esperanza y dignidad en el hospital de la Fuenfría.

Esta actitud es todo lo contrario de la anécdota que cuenta el doctor Ramos sobre el paciente rechazado por su hija. En estos casos, hay médicos (quisiera creer que pocos) y políticos (muchos, pues es una cuestión de votos, poder y falsa progresía) que quieren regular el momento de la muerte. La sola idea de tener que decidir, como médico y persona compasiva, cuándo debe morir un ser humano enfermo, me produce escalofríos.

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