..Dr. Antonio G. García. Médico y Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Terminaba mis estudios de medicina cuando, en el marco de mi tesis doctoral, hacía un experimento con cocaína. Quería conocer el mecanismo implicado en la sensibilación por la droga de los efectos arritmogénicos de las catecolaminas sobre el corazón. En consumidores habituales de cocaína estos efectos se traducen en la muerte súbita por infarto de miocardio. Solo en los Estados Unidos se producen cada año entre 7.000 y 10.000 muertes asociadas al consumo abusivo de cocaína.
La potencia adictógena de la cocaína es espectacular, como ilustro en las dos siguientes historias (Steven B. Karch, J Royal Soc. Med. 1999). El 5 de mayo de 1885, un joven cirujano llamado William Stewart Halsted buscaba frenéticamente un vial de cocaína en las estanterías de la farmacia del Hospital Bellevue de Nueva York. Cuando lo encontró cargó en una jeringa una dosis de cocaína con la que estaba familiarizado. Al inyectárselo en el brazo sintió que su ansiedad desaparecía al tiempo que le invadía una extraordinaria sensación eufórica. Su pulso se aceleró y a continuación cayó en un estado de profundo relax.
En un experimento, realizado en el marco de mi tesis doctoral, observé que la cocaína potenciaba extraordinariamente las respuestas contráctiles del corazón a las catecolaminas
Halsted poseía una dilatada experiencia en cirugía traumatológica; la había adquirido en numerosos pacientes accidentados. De hecho, tenía publicados varios artículos comunicando la solución de fracturas complicadas de fémur. Por ello, él era el único cirujano que podía resolver la fractura abierta de tibia que había sufrido un albañil al caerse de un andamio. Al no encontrarle en su oficina, una enfermera anduvo por el hospital de un lado para otro, hasta que finalmente encontró a Halsted en una habitación semioscura que se utilizaba raramente.
La enfermera lo encontró en un estado lamentable: el cirujano tenía dilatadas las pupilas que parecían agujeros negros, hablaba rápido y temblaba como si su cuerpo estuviera electrificado. La enfermera arrastró a Halsted hasta el quirófano. Allí se encontró con varias enfermeras y médicos que atendían al paciente. Se abrió camino entre ellos y mientras esperaban instrucciones, se dio la vuelta y salió del quirófano ante la estupefacción de todos. En la puerta del hospital cogió un taxi tirado por caballos y ya en su casa, la cocaína le sumergió en un estado de ausencia y olvido, que duró más de 7 meses.
Por esa época, otro afamado médico también había caído en las garras de la cocaína. La historia transcurrió primero en Viena y, posteriormente, en París. En el Hospital General de Viena en el que trabajaba, el doctor Sigmund Freud solía recluirse en el aseo cuando, invadido por una indecible ansiedad, necesitaba calmarla inyectándose una dosis de cocaína. El 17 de mayo de 1885, 12 días después de que Halsted abandonara precipitadamente el quirófano del Hospital Bellevue, Freud confesaba a su prometida que la cocaína yugulaba con prontitud sus crisis de migraña. Ello le permitía trabajar hasta altas horas de la madrugada, redactando un manuscrito sobre un estudio anatómico. Un año antes, experimentando en él mismo con la cocaína, publicó un artículo sobre sus estimulantes efectos farmacológicos y sus posibles usos terapéuticos.
A finales del siglo XIX, dos afamados médicos, William S. Halsted en EE. UU. y el austriaco Sigmund Freud, divulgaron las “excelencias terapéuticas” de la cocaína, que investigaban en ellos mismos
Aquella misma primavera de 1885 Sigmund Freud consiguió una beca de neuropatología para hacer un internado en París. Allí vivió una intensa etapa profesional, cultural y social. Examinó a numerosas pacientes “histéricas”, colaboró en investigaciones científicas y participó activamente en discusiones con otros médicos acerca de las enfermedades del cerebro. Por otra parte, paseando por las calles de París soñaba a lo grande sobre su futura carrera; visitaba museos y teatros, al tiempo que asistía a veladas suntuosas. Contaba estas ricas experiencias a su novia, a la que escribía frecuentes cartas con contenidos románticos y hasta eróticos. Y todo ello con la ayuda de la cocaína, que mitigaba sus estados de ansiedad y que continuaba teniendo por compañera cuando en 1886 regresara a Viena.
Enganchados a la cocaína, Halsted y Freud publicaron sus “excelencias”. Contribuyeron así a que muchos médicos la prescribieran, junto con la morfina, para tratar múltiples dolencias tipo dolores agudos, cólicos, cardiopatías, cólera, tosferina, entre otras. Ello dio lugar a una verdadera epidemia sobre el uso incontrolado de drogas adictógenas que a finales del siglo XIX generaría un inconmensurable problema de salud pública, tanto en Estados Unidos como en Europa. En esa época, el 60% de los adictos a drogas eran mujeres, a las que sus médicos prescribían cocaína, opio o morfina. Freud y Halsted habían contribuido a este desaguisado. Para mayor inri, Freud creyó que la cocaína era útil para tratar la adicción a la morfina, creando así un doble problema. Al menos Halsted encontró una aplicación quirúrgica útil, el efecto anestésico de la cocaína.
Estos dos médicos convirtieron a la cocaína en un “curalotodo”, contribuyendo así una magna epidemia de drogadicción que se sufrió en EE. UU. y Europa a finales del siglo XIX
Pero el uso de cocaína no es exclusivo del último tercio del siglo XIX. Se han hallado vestigios sobre la planta de coca en vasijas cerámicas de hace 8.000 años. Hacia 1430, en la meseta andina del lago Titicaca de Perú y Bolivia, los indios Aimará ya masticaban las hojas de coca, que utilizaban para preparar medicamentos y en rituales religiosos. Posteriormente, durante la época colonial española, los indígenas masticaban hojas de coca en bolos; mitigaban así el cansancio que les producían los duros trabajos de minería en el Cerro Rico de Potosí. De manera distinta, pero con el mismo objetivo, a mediados del siglo XIX se consumían todo tipo de bebidas tónicas o alcohólicas impregnadas con coca.
Por una parte, la publicidad dada a la cocaína en el artículo de Sigmund Freud en 1884 declarando que era un fármaco poco menos que milagroso; y por la otra, el descubrimiento por Karl Keller de las propiedades anestésicas locales de la cocaína, propiciando su uso en oftalmología, llamaron la atención de dos compañías farmacéuticas. En 1883, la Merck de Darmstad, Alemania, fabricaba tan solo un par de kilos de cocaína; en 1884 la producción se elevaría a 5.000 kilos y dos años después alcanzaría la asombrosa cifra de 300.000 kilos. Se dice que la compañía estadounidense Parke Davies, competidora de la alemana Merck, pagó a Sigmund Freud para que rescindiera su convenio de patente con Merck y lo firmara con Parke Davies. A finales del XIX, la cocaína era un gran negocio. Hoy, en el siglo XXI es, desgraciadamente, un negocio mucho mayor.
En el experimento de cocaína en el corazón de cobayo observé que potenciaba drásticamente las contracciones cardiacas inducidas por la noradrenalina, un fenómeno compatible con la producción de arritmias cardiacas y la muerte súbita por sobredosificación de cocaína
Como mencionaba al principio, cuando en 1969 hacía el experimento de cocaína para conocer su mecanismo de acción en el corazón, que montaba en un sencillo sistema para el estudio de la contracción de órganos aislados. Atrapaba la aurícula izquierda del corazón de cobaya con un par de electrodos de platino, conectados a un estimulador marca Grass. Aplicaba un pulso por segundo con un voltaje umbral y la aurícula se contraía durante horas, pues estaba sumergida en una solución nutricia suplementada con glucosa. La amplitud de la contracción basal del tejido cardiaco, registrada en un polígrafo Grass, aumentaba gradualmente conforme lo exponía a concentraciones crecientes de noradrenalina, formando una bonita escalera que luego representaría en un papel semilogarítmico, que formaba la típica curva dosis-efecto farmacológica.
Retirando la noradrenalina del líquido de incubación, las respuestas contráctiles recuperaban pronto su nivel basal. Cuando repetí la curva para noradrenalina pero en presencia de cocaína, las contracciones cardiacas eran mucho más pronunciadas; en términos farmacológicos, el fenómeno que observé podía tildarse de potenciación, ya que la cocaína desplazó hacia la izquierda la curva dosis-respuesta para noradrenalina. Esta potenciación se explicaba (yo entonces lo ignoraba) por los experimentos pioneros del doctor Julius Axelrod, a los que me remitió mi director de tesis, el profesor Pedro Sánchez García.
El mecanismo de tal potenciación lo descubrió Julius Axelrod cuando observara que la noradrenalina radiactiva inyectada se captaba ávidamente por las terminaciones nerviosas simpáticas y que la cocaína bloqueaba dicha captación
Sabíamos entonces que la administración intravenosa de una catecolamina producía una rápida elevación de la presión arterial. Sin embargo, esta elevación era transitoria. ¿Por qué? Axelrod sospechó que podría deberse a la rápida degradación de la noradrenalina inyectada. Para explorar esta hipótesis, marcó con tritio la noradrenalina, la inyectó y luego la buscó en los órganos ricamente inervados por el sistema nervioso simpático, caso del corazón. Para conocer la estructura tisular en donde se había acumulado la noradrenalina, seccionó los nervios simpáticos del corazón para que degeneraran y repitió el experimento. Al no encontrar la noradrenalina tritiada en el corazón, concluyó certeramente que era en las terminaciones nerviosas simpáticas donde se concentraba la noradrenalina exógena. ¡Axelrod acababa de descubrir el primer transportador de monoaminas! El bloqueo farmacológico de este transportador explicaba la potenciación por la cocaína de las respuestas cardiacas a la noradrenalina en el experimento de mi tesis doctoral.
El descubrimiento del transportador de noradrenalina en las terminaciones nerviosas simpáticas periféricas, y el de otros transportadores a nivel cerebral, daría lugar más tarde al descubrimiento de medicaciones tan relevantes como los antidepresivos tricíclicos (desipramina) o los antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (fluoxetina). El bloqueo del transportador de noradrenalina por la cocaína explicaría también los efectos arritmogénicos de las catecolaminas y la muerte súbita del cocainómano: al bloquear la captación neuronal de la noradrenalina liberada en la unión neuroefectora simpática del corazón, por la cocaína, aumentaría drásticamente la exposición del corazón a las catecolaminas. A nivel cerebral, la cocaína bloquea el transportador para dopamina, efecto relacionado con su poderosa estimulación central.
Los experimentos de Axelrod llevarían al descubrimiento de los distintos transportadores para noradrenalina, serotonina o dopamina
El doctor Julius Axelrod era un hombre de aspecto bondadoso que irradiaba humildad. Nunca aceptó la dirección de grandes departamentos, cuya carga administrativa le habría alejado de la poyata del laboratorio. Durante los 45 años que trabajó en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, lo hizo en un pequeño laboratorio con solo tres posdoctorandos y algún que otro científico visitante.
Su escritorio estaba en el propio laboratorio. Es curioso que Axelrod comenzara su doctorado a los 41 años; pero aún tuvo tiempo de hacer contribuciones que han mejorado el bienestar de millones de pacientes y que le valieron, merecidamente, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1970. En 1972 estaba yo en Atlantic City, en un congreso de las Sociedades de Bioquímica, Farmacología y Fisiología de EE.UU. Unos 3.000 científicos puestos de pie ofrecimos una cerrada ovación al nuevo galardonado. Me sentí muy emocionado con aquella experiencia sobre la admiración y el respeto que mostraban miles de científicos hacia un miembro de su colectivo, ganador del Premio Nobel.
Vi por última vez al doctor Julius Axelrod en Monterrey, al sur de California. Fue con ocasión de un congreso internacional de catecolaminas a finales del siglo XX. A pesar de que se aproximaba a los 90 años de edad, todavía impartió una charla, con chiste incluido, sobre sus últimas investigaciones. El chiste fue más o menos así:
Unos señores andaban perdidos en un globo que el viento había desviado de su ruta. Preguntaron a dos científicos que paseaban por allí conversando animada y distraídamente: «¿Dónde estamos?». Tras consultar con el otro, uno de los científicos respondió: «Están ustedes en un globo». Perplejos, los pasajeros del globo se miraron y uno de ellos comentó: «Es un dato científico rigurosamente cierto; pero sin utilidad alguna». El Dr. Axelrod falleció en diciembre de 2004 en su casa de Washington; tenía 92 años.