Dr. Antonio G. García. Médico y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando
Un día de la pandemia Covid-19, cargado con una pesada bolsa de frutas y verduras en cada mano, salía del supermercado DÍA, ubicado a la entrada de Alpedrete, un bonito pueblo de la sierra madrileña de Guadarrama. Iba en dirección al coche cuando pretendí saltar un pequeño muro de piedra. Al poner un pie en el muro y hacer el esfuerzo para saltarlo, sentí un mareo; apenas me di cuenta de que me caía súbitamente hacia atrás. Poco más recuerdo de aquel instante, pues ni siquiera sentí el golpe de la caída, ya que perdí el conocimiento.
Cuando desperté me encontraba en una camilla. Un policía municipal me dijo que había llevado las dos bolsas de comida a mi casa e informado a mi familia de que iba camino del Hospital de Villalba en una ambulancia. El médico me comentó que caí de espaldas y me golpeé la parte occipital del cráneo contra el suelo; el resultado fue una brecha que sangró abundantemente. Se me practicó una cura transitoria mientras llegaba a urgencias, en donde una doctora me cerró la herida con unas grapas; al cabo de unas horas me encontraba de nuevo en casa recuperándome del susto. La doctora me sugirió que guardara reposo durante 48 horas y observara cualquier síntoma relacionado con una eventual hemorragia cerebral.
El medicamento es un bien social de indiscutible valor; aún usado juiciosamente, sorprende a médicos y pacientes con frecuentes efectos no buscados ni deseados
Este episodio se precedió de algunos mareos transitorios que, de madrugada, hacían acto de presencia cuando me levantaba para ir al aseo. También hubo una ocasión que podría haber desencadenado un accidente de cierta importancia. Subiendo una pequeña cuesta por un paseo de frondosos plátanos de sombra que rodea Alpedrete, sentí un brusco mareo. Apoyado en mi bastón, pude sentarme en un banco de piedra sobre el que me recosté y tras unos minutos recuperé las fuerzas suficientes para caminar hasta la cercana cafetería Roma y tomar un café doble. Sufrí otro episodio de síncope mientras esperaba en la cola de una caja del supermercado BM; le dije a la cajera que me diera una silla para sentarme, pero no tuvo tiempo: caí al suelo.
Desperté escuchando la voz de una enfermera, que también estaba de compras en el supermercado y había tenido la amabilidad de atenderme. Los del SAMUR me tomaron la presión arterial y vieron que se recuperaba, les dije que me encontraba bien, mi hijo gestionó el pago de la compra y me llevó a casa sin más consecuencias. Sospechaba que estos incidentes, incluido el más grave de la brecha en la cabeza, se debían a crisis vagales o a la medicación que estaba tomando; uno u otro eran responsables, seguramente, de una hipotensión ortostática brusca y pronunciada, con la reducción repentina del flujo sanguíneo cerebral.
Con el símil de la espada de Damocles, cuento aquí algunos de esos a veces espectaculares efectos, sufridos por mi propio organismo
El medicamento es una espada de Damocles pues si bien alivia y cura, también puede hacer daño. En 2004, una leucemia linfoblástica aguda diagnosticada por los doctores Ángela Figuera y José María Fernández-Rañada, excelentes hematólogos del madrileño Hospital de La Princesa y curada por el medicamento y un trasplante de médula ósea, me pasó factura con una insuficiencia renal crónica de origen quimioterápico. La espada de Damocles colgada a un solo pelo de crin de caballo, asociada al medicamento, cayó por vez primera sobre mi cabeza. Coincidiendo con este cuadro, hizo acto de presencia una hipertensión arterial que he controlado con un comprimido diario, en el desayuno, del diurético tiazídico hidroclorotiazida (12,5 mg) combinado con 20 mg de enalapril, un inhibidor de la enzima conversiva de angiotensina.
Posteriormente, la médica adicionó a este régimen terapéutico un comprimido nocturno de 10 mg de enalapril. Y dada mi afición a sufrir episodios de fibrilación auricular (¡hasta en cuatro ocasiones!) se sumó, con fines profilácticos, un comprimido diario de 25 mg de atenolol, un bloqueante selectivo de los receptores adrenérgicos beta-1 del corazón. La insuficiencia renal obligó a mi nefróloga a complicar el régimen farmacoterápico con un comprimido de paricalcitol de 1 mg en días alternos; además, una ligera hipercolesterolemia supuso la adición de un comprimido de 10 mg de simvastatina cada 48 h, un hipocolesterolemiante inhibidor de la enzima 3-hidroximetil-glutaril coenzima A reductasa, implicada en la síntesis del colesterol.
Con ligeras modificaciones de este régimen farmacoterápico, he ido capeando el temporal razonablemente bien. Hasta que la nicturia y la hipertrofia benigna de próstata (HBP) me condujeron a una nueva consulta médica, la del urólogo. Mi próstata tenía un volumen de 80 cm3, que junto con la insuficiencia renal (filtrado glomerular del 30%), era responsable de esos despertares nocturnos para ir al aseo hasta cinco o seis veces.
El primero fue una insuficiencia renal crónica fruto de la quimioterapia
Así, pues, un nuevo fármaco se añadió a mi ya sobrecargado régimen terapéutico, la tamsulosina, un bloqueante selectivo de los receptores adrenérgicos alfa-1. Cuando apareció el primero del grupo, la prazosina, se hablaba del riesgo de hipotensión ortostática debido al bloqueo de los receptores alfa-adrenérgicos vasculares, la consiguiente vasodilatación y la caída de la presión arterial diastólica; de ahí que se aconsejara tomarla por la noche para prevenir dicha hipotensión ortostática.
Conceptualmente, la farmacología persigue la mayor selectividad posible para que un medicamento ejerza su efecto positivo en un determinado subtipo de receptor en un órgano diana; en mi caso, la próstata hipertrofiada. Con los receptores adrenérgicos se han realizado minuciosos estudios de subclasificación de los receptores adrenérgicos alfa y beta. Hasta el punto de atribuir a la tamsulosina una afinidad mayor por los alfa-1A de la próstata, «respetando» (hasta cierto punto), los alfa-1 del músculo liso de la pared vascular. Este postulado no parece aplicable en mi caso pues los mareos nocturnos, la caída sin consecuencias y los síncopes pudieron vincularse al tratamiento bloqueante alfa-1 para mi HBP. Quizás estos episodios de hipotensión postural fueron tan llamativos porque inicié el tratamiento con tamsulosina adicionado sobre el régimen antihipertensivo al que estaba sometido desde 2004.
Otro llamativo efecto fue la brusca hipotensión ortostática, con un síncope en dos ocasiones, asociada al bloqueo alfa-adrenérgico
De hecho, si se dan las condiciones adecuadas, ambos procesos, hipertensión y HBP, podrían tratarse solo con un bloqueante alfa-1. En cualquier caso, la segunda espada de Damocles cayó sobre mí en forma de repentinos episodios de hipotensión ortostática. Imagino lo que podría haberme ocurrido si uno de aquellos episodios hubiera acaecido mientras conducía el coche.
Cuando conté al urólogo esta historia, ni se inmutó; la debía conocer bien. Se limitó a escribir en mi historia clínica “intolerancia a bloqueo alfa-1; prescribo dutasterida, un comprimido de 0,5 mg al día”. La dutasterida inhibe las isoenzimas 1 y 2 de la 5-α-reductasa; por ello, disminuye la síntesis y los niveles séricos de testoterona y dihidrotestosterona. Este efecto conlleva una reducción del tamaño de la próstata (epitelio glandular). Así lo confirmó una ecografía abdominal que se me practicó en marzo de 2023, con una reducción del volumen prostático desde los 80 cm3 de hace dos años a los 40 cm3 actuales
La mejoría sobre la frecuencia miccional ha sido, sin embargo, limitada. Quizás contribuya a ello mi insuficiencia renal. Todo parecía funcionar, pero hace un mes comencé a sentir una especie de dolor neuropático (alodinia) en la mama derecha, con cierta tumefacción. Este es un raro efecto secundario vinculado al efecto antiandrogénico de los inhibidores de alfa-reductasa que, también raramente, podría evolucionar hacia un cáncer de mama masculino. En cualquier caso, la tercera espada de Damocles, relacionada con los ineludibles efectos adversos de los medicamentos, se ha cernido sobre mí.
También el efecto antiandrogénico de la dutasterida generó un raro pero contundente efecto, de dolor neuropático con tumefacción en la mama derecha
Pero no acaba aquí la historia; da para más. Tras años de seguimiento y tratamiento antihipertensivo, mi insuficiencia renal se ha mantenido entre el 40 % y el 30 % del filtrado glomerular. Algunos ensayos clínicos de buena factura han demostrado que el enalapril posee acciones nefroprotectoras. Llevo tomando enalapril casi dos décadas a la dosis de 20 mg / día; y, últimamente, se me han prescrito otros 10 mg por la noche. Pero buscando un mayor efecto nefroprotector, hace unos meses se añadió a mi régimen plurifarmacológico un nuevo medicamento, el antidiabético oral dapagliflozina, un inhibidor competitivo, selectivo y reversible del cotransportador 2 de sodio-glucosa (SGLT2, sigla del inglés); ello conlleva la reducción de la reabsorción de glucosa tras la filtración glomerular (efecto glucosúrico). Este curioso mecanismo se está explotando terapéuticamente en la diabetes mellitus tipo 2 mal controlada. En algunos ensayos clínicos se ha demostrado que la dapagliflozina posee efecto nefroprotector. De ahí su indicación en mi caso. Desgraciadamente, la toleré mal, con mareos, poliuria e incluso, aumento de la ya elevada nicturia. Otra vez la espada de Damocles. Se han realizado varios estudios farmacoepidemiológicos sobre la polimedicación en el paciente añoso. Me contaba un amigo internista que, en su experiencia, la retirada de medicamentos innecesarios en estos pacientes mejoraba rápidamente su calidad de vida. Quizás en mi caso necesito el juicioso criterio de un internista, y no las revisiones parciales de los especialistas. El tiempo dirá.
Querría finalizar este tema sobre el problema de la polimedicación en el viejo, vivido y sufrido en propias carnes, con la historia de la espada de Damocles, que he citado varias veces. Según el diccionario de la Real Academia Española, la espada de Damocles se define como “amenaza persistente de peligro“. La historia se relaciona con un cortesano excesivamente adulador en la corte de Dionisio I, tirano de Siracusa, Sicilia, en el siglo IV antes de Cristo. El cortesano, llamado Damocles, propagaba que Dionisio era afortunado al disponer de tal poder y riqueza. El rey quiso escarmentar al adulador y se ofreció intercambiarse con él por un día; de esta forma, podría disfrutar de su suerte en primera persona. Así, se celebró un opíparo banquete en el que Damocles fue servido como un rey. Solo al final de la comida reparó en la espada afilada que colgaba atada por un único pelo de crin de caballo sobre su cabeza. Inmediatamente pidió al tirano abandonar su puesto, diciendo que ya no quería seguir siendo tan afortunado.
Y es que el prodigioso medicamento, que ha hecho y hace tanto bien al paciente, también da sorpresas no deseadas. Se trata de buscar siempre la mejor relación beneficio-riesgo
Esta leyenda, de carácter moral, la incluyó Cicerón en su obra Disputaciones tusculanas; su fama ha llegado hasta nuestros días. El medicamento, un bien social incuestionable que tanto ha hecho y hace por mejorar la calidad de vida de los enfermos, tiene sin embargo su espada de Damocles, que hay que vigilar.
Como médico y farmacólogo de laboratorio, y algo menos como farmacólogo clínico, me gusta observar los múltiples efectos del medicamento sobre los seres vivos. Son fascinantes y ponen a prueba la inteligencia humana cuando se intenta comprenderlos. He navegado por la vida rodeado de medicamentos, y he sentido los efectos de algunos de ellos en mi propio organismo. Tras cinco décadas enseñando y estudiando el medicamento, me sorprenden aún sus efectos beneficiosos y los indeseados efectos colaterales, que yo no he sabido prever cuando los he utilizado. Pues eso, “en casa de herrero, cuchillo de palo“.