Redacción
Hace un buen puñado de años tuve que consultar algunos libros de pedagogía, enfocados a la educación médica. Me apoyé en sus textos para redactar la parte docente de mi memoria de oposiciones para una plaza de profesor agregado, vacante en la Universidad de Valladolid. Corrían los años de 1970 y los opositores a plazas de las facultades de medicina teníamos como libro de cabecera el confeccionado por la Organización Mundial de la Salud. Este y otros libros sobre el tema daban consejos sobre los requisitos para impartir una clase teórica a grandes grupos de alumnos, o un seminario a grupos más reducidos. Contar algunas anécdotas intercaladas entre el material de la clase era uno de aquellos consejos; otros se relacionaban con hacer silencios, cual si de una partitura musical se tratara. Usar pocas diapositivas con escasos datos y gráficas claras, hablar pausadamente, seleccionar la información que se quiere transmitir a los estudiantes de medicina y otros consejos sobre la técnica educativa: decir lo que se va a decir, decirlo, decir lo que se ha dicho. Era yo un treintañero cuando hice aquella oposición, con limitada experiencia docente; obviamente, seguí al pie de la letra los consejos del libro de la OMS.
En las oposiciones para optar a un puesto de profesor universitario, se pide al opositor que muestre su habilidad para exponer un tema con el fin de conocer su técnica expositiva
En el contexto de aquella decisiva oposición, que necesitaba aprobar para estabilizarme yo y mi familia, me di cuenta de que podría quizás aportar algo más; algo que fuera más allá de las enseñanzas de farmacología para los estudiantes universitarios futuros médicos: las humanidades. Pero ¿por qué un médico tiene que ser un humanista? Quizás para comprenderlo tendríamos que remontarnos al lejano Hipócrates de Cos o a los más recientes William Osler, Teófilo Hernando, Gregorio Marañón o Pedro Laín Entralgo, que abogaban por una relación de mutuo respeto entre el paciente que sufre y el médico que intenta mitigar ese sufrimiento. Siguiendo a estos humanistas médicos se me ocurrió la posibilidad de contribuir a la recuperación del humanismo en medicina, valiéndome de la literatura en general y de la poesía en particular.
Durante mis actividades docentes en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), en mis clases de farmacología tuve como alumnos a algunos miembros del excelente Grupo de Teatro de la Facultad de Medicina. Un día, antes de iniciar mi clase, pedí a un estudiante del Grupo de Teatro que en los últimos minutos de mi clase interpretara a don Juan y a una alumna del Grupo que interpretara a doña Inés, personajes de la inmortal obra romántica de José de Zorrilla, el Tenorio. Se trataba de la afamada escena del diván, en la que don Juan declara su amor a doña Inés: «¿No es verdad, ángel de amor, / que en esta apartada orilla, / más pura la luna brilla / y se respira mejor…». Lo interesante de esta experiencia fue la puesta en escena. Al finalizar mi clase, “don Juan” se había colocado en lo alto del aula escalonada, a espaldas de los 200 alumnos de la clase. Y sorprendió a todos con su poderosa voz declamando (y no leyendo) su declaración de amor mientras descendía, pausadamente, escalón por escalón, en dirección a doña Inés, que se encontraba en la parte inferior del aula, junto a la mesa del profesor. Sus últimas palabras las pronunció arrodillándose ante su amada. El silencio atronador de la clase continuó con expectación, para escuchar bien cada una de las palabras de respuesta de doña Inés a la declaración de don Juan: «Callad, por Dios, ¡Oh don Juan!, / que no podré resistir / mucho tiempo sin morir / tan nunca sentido afán…». Cuando terminó, ambos interpretes se fundieron en un abrazo al tiempo que sonaba un caluroso, duradero y unánime aplauso de la clase, del corte de aquellos aplausos que se rendían a Plácido Domingo o Luciano Pavarotti en el Teatro de la Ópera del Lincoln Center de Nueva York. Fue realmente emocionante.
En mis tiempos de opositor recurrí a libros de pedagogía; uno de los más afamados era el de la OMS sobre metodología de la educación médica
Me gustaría creer que los estudiantes que escucharon la declamación poética de sus dos compañeros todavía hoy, en el ejercicio de su oficio de médico, recordarán aquel memorable episodio poético. Hace unos años, en los Teatros del Canal de Madrid, Albert Boadella (creo recordar) estrenó su obra “Ensayando don Juan”, que tenía el argumento siguiente: La joven directora de una compañía teatral ensayaba con los interpretes un Don Juan Tenorio sui generis, tildándolo de machista y poniéndolo a parir. Como contrapartida, un actor mayor, amante del teatro, interpretado por Arturo Fernández cuando ya tenía más de 80 años, sueña con las hermosas poesías de doña Inés en el convento, la oye declamar en sueños, tendido en un sofá. Era la contraposición entre la obra original gestada en el siglo XIX del romanticismo español, y basada en “El burlador de Sevilla y convidado de piedra” de Tirso de Molina, cuatro siglos anterior, con las ideas modernas de la “progresía”, que no sabe o no quiere poner en contexto el arte inventado en su siglo correspondiente. Es como si se quisiera excluir al clásico “Cristo” de Diego Velázquez en base al también espectacular, pero radicalmente distinto “Cristo” de Salvador Dalí. O desterrar de los teatros al Enrique VIII de William Shakespeare, que cuando le estorbó su segunda esposa, Ana Bolena, la acusó de adulterio y mandó cortarle la cabeza; visto con los ojos de hoy, aquel rey inglés sí que sería tildado de muy machista.
Captar la atención de los alumnos durante una hora puede lograrse de mil maneras; hay otras mil de perder su atención
En el verano de 2008 celebramos la edición número 8 de la Escuela de Farmacología “Teófilo Hernando” en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander. La Escuela versó sobre artrosis, inflamación crónica y la articulación del deportista, y se desarrolló durante toda una semana. Alumnos y profesores hicimos honor al espíritu humanista de la UIMP, cuyo primer secretario general en 1932 fuera el poeta Pedro Salinas, recitando poesías al final de las clases científico-médicas: las inmortales “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, el soliloquio de Segismundo en “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca, los sonetos de amor de Lope de Vega, las sublimes y místicas poesías de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, el olmo viejo de Antonio Machado, la triste princesa de Rubén Darío, el mar de Rafael Alberti o las oraciones que Juan Ramón Jiménez y José Martí dedicaron a las rosas. Este envite lo inicié el primer día del curso, lunes, prestando a los alumnos unos libros de poesía para que eligieran la que más les gustara y la recitaran al final de cada clase. Funcionó. La juventud siempre empuja, en palabras de Miguel Hernández.
Siendo la medicina una materia científica y altamente tecnificada, parece extraño introducir las humanidades en los programas de educación médica
El acto de clausura, viernes a mediodía, fue emocionante. Regalé cinco libros de poesía a los cinco alumnos que mejor habían declamado las poesías. El último lo reservé para Elena Plans Berilo, una estudiante de medicina de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Durante la semana, había declamado con tanta ternura y sensibilidad el poema número 20 de los “Veinte poemas de amor” de Pablo Neruda que emocionó a alumnos y profesores. Le regalé el libro de Neruda, y le pedí que volviera a recitar el poema: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: “la noche está estrellada, / y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”». Un poema de amor y añoranza por el amante perdido. Un buen broche final para que la “Escuela de Farmacología Teófilo Hernando” cumpliera el objetivo de formar integralmente a los alumnos, impregnándoles de ciencia y cultura, para que sean personas, en el sentido trascendente que confirió a este término don Pedro Laín Entralgo. Para que presten atención a las sensibilidades de otras personas, sobre todo si van a ser médicos y esas otras personas van a ser sus pacientes. La vicerrectora de la UIMP, profesora Virginia Maqueira, que escuchó la poesía recitada por Elena Plans, se quedó vivamente impresionada y sorprendida porque en un curso científico se hubiera introducido el arte poético.
En el marco de los seminarios de problemas de farmacoterapia, cuya exposición oral debían hacer los alumnos ante sus compañeros, atendiendo a mi sugerencia terminaban sus presentaciones con una frase con mensaje o una poesía. Hacia 2010, pedí a los alumnos que creáramos el Grupo de Poesía de la Facultad de Medicina; unos cuantos aceptaron el reto. Con los años, en reuniones periódicas, fuimos seleccionando poesías que acompañábamos con un comentario. Así, con el apoyo de la Fundación Teófilo Hernando y el Decanato hemos ido editando hasta 4 volúmenes de poesías comentadas que, con el título de “Recetario Poético de los Estudiantes de Medicina de la UAM”, distribuimos gratuitamente a alumnos y profesores. Los volúmenes incluyen ya unas 600 poesías, frases y textos literarios comentados. El volumen número cinco se encuentra en fase avanzada de redacción. No sé el impacto que habrán tenido estos libros de poemas seleccionados por alumnos que ya son médicos. Pero quizás hayan contribuido, siquiera someramente, a recordar que el enfermo no es solo una máquina rota que hay que reparar; es mucho más, es una persona.
Sin embargo, hace unos años, en Europa se puso en marcha un movimiento neohipocrático para volver a la práctica de una medicina más humanizada
El otro día acudí al centro de salud del pueblo serrano en el que vivo. Tenía un importante flemón con una encía inflamada y un dolor que me recordaba al de la neuralgia del trigémino, que no me dejaba dormir. Mi médico de familia, la doctora Rosa Elena Abildua Trueba, me atendió rápidamente a través del programa de urgencias. Me atendió con amabilidad, conocimientos profesionales y cercanía. Ignoro si la doctora Abildua tendrá afición por la poesía y las humanidades en general; pero de lo que sí estoy seguro es de que vive el ejercicio de la medicina humanista al estilo de Osler, Hernando y Marañón.
Con los alumnos del Grupo de Poesía y los alumnos de mis seminarios, hemos hecho escapadas varias a las cafeterías madrileñas con historia y encanto, Café de Gijón, Café de Oriente, Cafetería Mallorca, Café Viena Capellanes, Cervecería Alemana. Y también les he invitado a algunas representaciones de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, en el Teatro Pavón o en el Teatro de la Comedia. “La vida es sueño”, “El alcalde de Zalamea”… A la salida del teatro hacíamos una tertulia sobre la obra, en una cafetería cercana. ¡Ojalá que hubiera podido invitar a los 200 alumnos de las casi 50 promociones a las que he tenido oportunidad de servir como profesor de farmacología y, secundariamente, como profesor de humanidades. Quizás los 2.000 ejemplares de los cuatro libros del “Recetario Poético de los Estudiantes de Medicina de la UAM” compensen mi imposibilidad de haber podido invitar al teatro a todos mis alumnos.
Mi alumna Laura García Aguilar, cofundadora con otros alumnos del Grupo de Poesía de Medicina-UAM, tuvo el coraje de saltarse las normas del Minicongreso de Estudiantes y finalizar su comunicación farmacoterápica con una poesía del poeta uruguayo Mario Benedetti: «No te rindas, aun estas a tiempo / de alcanzar y comenzar de nuevo, / aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, / liberar el lastre, retomar el vuelo. / No te rindas que la vida es eso, / continuar el viaje, perseguir tus sueños, / destrabar el tiempo, / correr los escombros y destapar el cielo». Y lo que fue más atrevido, sorprendiendo a la tríada de profesores que evaluaban su presentación, me la dedicó a mí, que me encontraba en la audiencia. Un rasgo, poco común, de generosidad. Pero más llamativo fue lo que ocurrió en una de las cenas de clausura del Minicongreso de Estudiantes, en un restaurante cercano a la Facultad. Tras el postre, los alumnos comenzaron a recitar poesías subidos a las mesas. Era tarde y quería yo marcharme a casa. Pero cuando me levantaba de la mesa, gritaban a coro “García, poesía”. No pude escaparme sin antes recitar una rima de Gustavo Adolfo Bécquer.
Durante décadas, la introducción de pequeñas “píldoras” poéticas en mis actividades educativas ha tenido una asombrosa aceptación entre los jóvenes estudiantes universitarios, futuros médicos
El Minicongreso de Estudiantes no aparecía como técnica educativa en el libro de la OMS. Tampoco en otros libros de educación médica que leí por entonces. Parecía una extravagancia, pero a ella se apuntaron las 35 promociones de estudiantes de la UAM, que querían aprender a pensar desarrollando su espíritu crítico para evaluar los avances farmacoterápicos y ubicarlos en su justa medida en su futura práctica médica. Estar al tanto de la copiosa literatura médica, saber separar el grano de la paja, no aceptar por verdadero cualquier texto que se lee, buscar soluciones alternativas a los problemas. La extravagancia minicongresual estudiantil caló tan hondo que, con los años, se proyectó a otras universidades de dentro y fuera de España.
Mi paso por la Universidad de Alicante me proporcionó un sinfín de agradables experiencias. Un día, en un antiguo dormitorio de soldados reconvertido en aula, encontré alborotados al centenar de alumnos. Les pedía calma, pero inútilmente. Cogí una tiza y comencé a dibujar la fórmula química de la penicilina. Rápidamente, abrieron sus cuadernos y comenzaron a tomar notas. Lo que se escribe en la pizarra (pensaron) es seguro materia de examen. En sucesivas clases, fueron haciéndose permeables a los contenidos y anecdotarios de mis clases. Tan grato era el ambiente que un día de finales de curso les invité a que me acompañaran a un cercano campo de deportes y a que se sentaran en una grada. Allí, al aire libre, les impartí mi última clase de aquel curso. Luego, allí mismo, les invité a unos refrescos y aperitivos que habían mandado traer de un bar del Campus. Todo terminó bien.
Los profesores no deberíamos temer cometer ciertas excentricidades, si van orientadas a mejorar la formación integral y los valores humanistas de nuestros alumnos
A principios del siglo XX el médico sabía de medicina y también de humanidades. Era un profesional con saberes médicos, pero también poseía una sólida cultura general; vamos, un hombre del Renacimiento. Tanto había calado la idea de esa simbiosis entre medicina y cultura que el doctor José de Letamendi, un médico barcelonés del siglo XIX, que fue catedrático de Anatomía en la Universidad de Barcelona y de Patología General en la Universidad Central de Madrid, acuñó una acertada expresión que ha llegado con fuerza hasta nuestros días: «Tengo para mí que el médico que solo sabe medicina, ni medicina sabe». Y don Teófilo Hernando, en el primer tercio del siglo XX, ya exponía la idea de que el médico también debía ser una persona culta.
El otro día, paseando por el largo pasillo de mi Facultad, salió de un aula para hablarme la profesora Margarita Rodrigo Angulo, tesorera actual de ASEMEYA, la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas, de la que soy miembro. Me comentaba que la Sociedad, pujante antaño, necesita más vida, que solo podemos darle sus médicos miembros participando en sus actos. Prometí a Margarita que un día les hablaré de estas cosas que aquí he escrito. Aunque sean rarezas, extravagancias singulares, originales o fuera de lo común. Excentricidades educativas. Por cierto, la doctora Margarita Rodrigo Angulo me prometió acompañarme al piano en mi charla poética.