Dr. Antonio G. García, médico y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Se me ocurre que la irrupción de la informática ha cambiado en poco tiempo ciertos hábitos que habían echado raíces en nuestras vidas en lapsos de tiempo mucho más largos. Por ejemplo, tenía yo una colección de cientos de separatas de artículos científicos, ordenadas por temas y años, que utilizaba como consulta en la redacción de mis manuscritos científicos. Llenaban varios archivadores metálicos que ocupaban un espacio de laboratorio que necesitaba para colocar bancadas y aparatos. Mis jóvenes colaboradores, con mentes abiertas a los avances informáticos, me decían que todas esas separatas en papel las tenía rápidamente disponibles en bases de datos tipo PubMed o Medline. Así que, un día decidí deshacerme de todos esos ficheros, por cierto, con gran pena, pues me había costado mucho tiempo y esfuerzo crear aquella colección de ideas científicas plasmadas en papel. Muchas de aquellas «joyas» las obtuve de sus autores en todo el mundo, con los que me comunicaba por vía postal.
Recuerdo que en los años de 1970-1980, mi amigo economista Juan de Dios García Martínez iba con frecuencia al Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid para analizar sus datos numéricos con programas de tarjetas perforadas de cartón en un ordenador que ocupaba una habitación. Yo había utilizado estos ordenadores primitivos para hacer cálculos estadísticos con programas construidos en aquellas tarjetas perforadas en los años de 1970, cuando hacía mi posdoctorado en la Universidad Estatal de Nueva York. Desde aquellos primitivos ordenadores de gran tamaño, el objetivo de los investigadores informáticos fue reducir el tamaño de estos dispositivos para llegar al ordenador personal de mesa. Otras investigaciones paralelas perseguían aprovechar las cápsulas espaciales para implementar comunicaciones inalámbricas por satélite. Con la convergencia de ambas líneas de investigación, se llegó al telefonillo para comunicarse y más tarde al «móvil inteligente», un telefonillo de bolsillo que llevaba incorporado un miniordenador. Ese pequeño aparato sí que causó furor en pocos años.
Me agrada observar la conducta de las gentes; en el bar, en un jardín, en el teatro, en la calle. Es un espectáculo gratuito y divertido. En las oficinas de la Fundación Teófilo Hernando y en la Facultad de Medicina de la UAM también suelo observar, con discreción, la conducta de mis congéneres humanos. Desde que el telefonillo (el móvil) hiciera su aparición, los hábitos de las personas que pululan por el planeta tierra han cambiado, diría yo que drásticamente.
Desde el móvil podemos acceder a todo tipo de noticias, periódicos y revistas a nivel mundial e instantáneamente
Hace unos años estaba yo sentado en una mesa de mármol de la Cervecería Alemana, en la bonita y animada plaza de Santa Ana de Madrid. El telefonillo ya comenzaba a campar a sus anchas y se expandía por todos los estratos sociales como si de una gigantesca mancha de petróleo se tratara, que se extiende por el océano cuando se quiebra un barco petrolero. Miraba por el rabillo del ojo a los clientes de una mesa vecina, un padre entre los treinta y los cuarenta años y dos chiquillos entre los 9 y 12 años. No se hablaban entre sí. Hablaban con la máquina, los tres con su telefonillo. Quizás los niños consultaban internet o se comunicaban con amigos. ¿Para qué habrán venido al bar con su padre aquellos niños prematuramente engullidos por la tecnología? ¿Y el padre (si es que lo era) para qué salió a pasear con ellos y les llevaría al bar? Yo esperaría que un padre que lleva a pasear a sus hijos y les invita a un refresco, se dedicara a hablar con ellos. Quizás esto habría acontecido así de no existir el telefonillo. Es paradójico que un instrumento que se inventó para facilitar la comunicación, esté creando, en realidad, más incomunicación entre las personas.
Parece como si esta reflexión apuntara hacia un alegato contra los continuos y asombrosos avances tecnológicos. No es tal. Servidor no es reacio a ningún avance tecnológico. De hecho, he utilizado los más sofisticados equipos de laboratorio en la realización de mis experimentos fisio-farmacológicos durante el último medio siglo. Y todos esos resolutivos aparatos se han desarrollado gracias a la informática y la comunicación. Mi único resquemor es que esa tecnología invada nuestros actos y voluntades de tal manera que nos convierta en esclavos de ella.
A lo largo de mi vida profesional, desarrollada en varias facultades de medicina de dentro y fuera de España, siempre he tenido el privilegio de estar rodeado de jóvenes y entusiastas colaboradores. Sus mentes estaban completamente abiertas a las sucesivas innovaciones computacionales y a los telefonillos cada vez más avanzados (inteligentes, se les llama). Tras la introducción de este pequeño ingenio, que vi por primera vez en las calles de Tokio, manejado por multitud de jóvenes hablando en voz alta, simultáneamente (un guirigay que me conmocionó), sentí una especie de rechazo ante aquella colectivización tecnológica. Mucho más cuando en un restaurante vi a una madre dando de comer a un niño de 2-3 años de edad, mostrándole una película de muñequitos con el telefonillo. ¡Asombroso! Las nuevas generaciones ya nacen con el «adictógeno» entre los dientes.
Con el telefonillo podemos comunicarnos en segundos con gentes de todo el orbe
En mi laboratorio y en los entornos docentes universitarios comenzaba yo a sentirme un bicho raro entre los que me rodeaban, estudiantes, profesores y colaboradores, todos enganchados a la comunicación instantánea con los otros. Sucumbí y mi Fundación Teófilo Hernando me «obligó» a llevar conmigo, siempre, de noche y de día, un telefonillo de empresa. Lo quisiera o no, desde ese día me convertí en una partícula humana más de la red. Entre los millones de usuarios, no suponía yo que padecería una adicción similar a la que sufre la ingente y creciente masa interconectada.
¿Por qué se me ha ocurrido, en esta primera mañana del 2025 en que me incorporo a mi trabajo de «jubilado» en la Fundación, escribir esta reflexión? Bueno, quizás se justifique porque en mi condición de médico y farmacólogo clínico conozco los entresijos de la adicción a la morfina, la cocaína, los barbitúricos o las anfetaminas. ¿Tiene la adicción al telefonillo un mecanismo fisiopatológico similar al de esas drogas? ¿Se relaciona con una distorsión de la neurotransmisión dopaminérgica? ¿Provoca un síndrome de abstinencia tras la supresión? Algunos artículos ya han mostrado, con las dificultades metodológicas inherentes al tema, que la conjetura en el sentido de que el telefonillo crea adicción, parece verosímil. Como prueba de ello piénsese en la dificultad de prohibir el uso de este «veneno tecnológico» en el colegio y el instituto. ¿Y cuál es el elemento adictivo del telefonillo? Seguramente calmar la impaciencia por comunicarse, por conocer las montañas de basura que internet y sus infinitas aplicaciones esparcen por todo el planeta tierra: sexo, pornografía, pedofilia, violencia, guerras, informaciones tergiversadas, bulos….
Pero también existen aspectos positivos en las redes: comunicarte con investigadores de distintos centros, consultar más fácilmente la bibliografía sobre un tema de trabajo, escribir un proyecto de investigación en colaboración entre varios científicos, contactar con los servicios de emergencia en un accidente, hablar con la madre, con un amigo, con el abuelo, coordinar un ensayo clínico… ¡y tantas aplicaciones que facilitan la vida y el trabajo!
¿Qué ha pasado con mis actividades profesionales, sociales y familiares desde que cogí el telefonillo y lo puse en el bolsillo de mi chaqueta ya para siempre? Pues que he sufrido, gradualmente, una moderada adicción, con un leve síndrome de abstinencia que se instaura cuando no tengo cerca la «droga». Por ejemplo, miro de vez en cuando los correos electrónicos que todavía recibo de colegas, amigos y colaboradores. Eso no es grave; lo grave es mi impaciencia por contestarlos al momento, la premura de tiempo, la sensación de que «se acaba el mundo» si no respondo inmediatamente a la pregunta que se me formula. Un correo electrónico es como las antiguas cartas, que usábamos con más parsimonia y no teníamos prisa por contestar. Esa prisa de la moderna comunicación no nos deja el sosiego necesario para pensar y reflexionar ante un problema. Me decía un amigo científico italiano que recibía 50 correos electrónicos al día, lo que le llevaba horas para contestar. Yo pensaba para mis adentros el despilfarro de tiempo que ello suponía y que no querría caer en ese pozo sin fondo. Pero quizás sí he caído, aunque no en esas proporciones.
Paradójicamente, con el telefonillo pegado a la mano, la gente se siente más sola que nunca
Pues claro que sí; el telefonillo, el ordenador personal más grande, la inteligencia artificial que se abre camino… bienvenidos sean. Pero barajemos pros y contras. Yo no necesito que una máquina entrenada por el ser humano me redacte el manuscrito científico resultado de los experimentos de mi laboratorio. Eso solo lo sé hacer yo. No creo que la inteligente máquina redacte mejor, con la claridad y estilos propios, los artículos que publicaron los grandes hombres de ciencia Robert Furchgott, Henry Dale, Bernard Katz o Santiago Ramón y Cajal, todos premios Nobel. Quizás para los que no dominamos un inglés nativo, la informática nos pueda ayudar a mejorar el idioma; pero no el estilo, la redacción e interpretación de los resultados. Pero es que, analizando el problema, no nos damos cuenta de lo mejor: el placer que uno siente al escribir, analizar e interpretar los datos del experimento.
Se tildan de avances informáticos los descubrimientos que cada día conocemos por las noticias. El último del que he tenido conocimiento es la inclusión de 100 idiomas en una gran base de datos. Yo con mi español nativo y mi escaso inglés, me he movido sin dificultad por el mundo. No sé para qué me sirven los otros 98 idiomas que, dentro de nada, serán 200. El otro día, las gentes entraban al Auditorio Nacional de Música, mostrando la entrada en su telefonillo. Y en el Café Roma de Alpedrete, mi pueblo prestado, algunos clientes pagan un café de 1,5 euros con el telefonillo. Dentro de poco, me dicen, desaparecerá el dinero; una pena, pienso yo, pue la Casa de la Moneda cerrará, y ya en los billetes no podremos ver el retrato de la Chiquita Piconera de Julio Romero de Torres. Con la llegada de la inteligencia artificial habrá que llamar algo más que inteligente al telefonillo, quizás el «supermóvil».
En cuanto al telefonillo, lo mejor es tenerlo cerca, pero no hacerle caso. Si acaso, mirar los correos (o cartas) una vez al día, a una hora determinada. Si hace unas décadas no se venía abajo el mundo por lo que tardara en llegar una carta por correo postal, ¿por qué se va a venir abajo el mundo, ahora, con una carta que llega en segundos desde Australia a Madrid? Sí, utilicemos el telefonillo, pero con cabeza. Y, sobre todo, no permitamos que los niños y los adolescentes pierdan la cabeza en las redes inmensas, llenas de falsedades y tentaciones desquiciadas.
Desde hace muchos años, la palabra telefonillo se utiliza como sinónimo de videoportero o interfono. A mí me dio por llamar al teléfono móvil como «el telefonillo». En los Estados Unidos se utilizan las expresiones cell phone, mobile phone. Móvil es breve y lo usa todo el mundo, aunque, que yo sepa, el telefonillo no se mueve solo; no tiene las propiedades del automóvil: le faltan las ruedas, un motor y algunas piezas más. Yo me quedo con telefonillo; suena bien. Y cuando llego a casa, lo dejo en un rincón, con otros trastos, y no puede venir a buscarme y reclamarme que lea un correo o conteste a nadie.












