..Dr. Antonio García García. Médico y Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
El grupo de medicamentos conocido como benzodiacepinas, al cual pertenece el protagonista de esta narración, puede considerarse como uno de los que más han contribuido al bienestar de la población en el último medio siglo. Ello ha sido así por sus efectos hipnóticos (insomnio), sedantes (ansiedad, estrés, preanestesia), anticonvulsivantes (estados epilépticos) y relajantes musculares. El nombre comercial del diacepam, Valium, muy conocido en las décadas de 1970 y 1980, fue uno de los fármacos más prescritos de aquella época. Pero antes de llegar a este sedante y ansiolítico hubo que pasar por una historia milenaria de depresores del sistema nervioso central.
Al afamado y clásico diacepam apenas le queda hoy una indicación terapéutica como anticonvulsivante en niños y en el estado epiléptico. Otro fármaco de vida media larga, el midazolam, se utiliza en anestesia
El ser humano siempre ha buscado fármacos para mitigar la angustia de vivir, las incertidumbres de la enfermedad, el dolor. Noé plantó una viña y con el zumo de uva que bebió se emborrachó, cuenta la Biblia. Quizás el alcohol fue el primer tranquilizante, cuyo uso inicial pudiera haber tenido fines religiosos. En cualquier caso, la cultura del alcohol tiene una dilatada historia que se inició hace 8.000 años, cuenta Malcom Lader, del londinense Instituto de Psiquiatría, en una excelente revisión histórica sobre las benzodiacepinas. Posteriormente, el alcohol se utilizó como ansiolítico y fue objeto de frecuente abuso. Cuando en la Edad Media los árabes introdujeron en Europa la técnica de la destilación, los alquimistas bautizaron al alcohol como el elixir de la vida, que había sido buscado desde tiempos inmemoriales. En lenguaje gaélico, la palabra «usquebaugh» se utilizaba para referirse al whisky, que estaba considerado como una panacea. Fue en el siglo XVIII, que se comercializaron ginebras baratas, cuando se tuvo conciencia de la calamidad social que supondría el consumo indiscriminado de alcohol.
Como el alcohol, el opio cuenta también con una historia milenaria. En 1680, Sydenham lo describió como «el más universal y eficaz de los remedios que Dios se complació en regalar al hombre para combatir su sufrimiento». Y como el alcohol, el opio se utilizó ampliamente para mitigar la ansiedad. Pero también como el alcohol, el opio resultó tener un imponente potencial adictógeno. En la revolución industrial del siglo XIX, la química destronó a la alquimia, apareció la anestesia general de la mano del óxido nitroso, el éter y el cloroformo y se introdujeron los bromuros, el paraldehído y el hidrato de cloral. Este último todavía tiene algún uso como sedante en personas mayores.
Cuando se iniciaba el siglo XX, la aparición de los barbitúricos causaría una verdadera revolución. En el laboratorio de Kelule, Adolf von Bayer sintetizó el ácido barbitúrico, que estaba desprovisto de efectos sedantes. En 1903, Fischer y von Mering introdujeron el primer barbitúrico con propiedades hipnóticas, el barbital, que recibiría el atractivo nombre de Veronal; a este le siguió el fenobarbital que aparecería en 1912 con el nombre de Luminal. En los años siguientes se sintetizaron nada menos que 2.500 barbitúricos de los cuales, 50 llegaron a la clínica. Hoy todavía sobreviven una docena. Su enorme potencial adictógeno y el riesgo de muerte asociado a depresión respiratoria por sobredosis, redujo drásticamente su uso cuando aparecieron las benzodiacepinas. En 1950 surgió un potente ansiolítico llamado meprobamato. La amplia publicidad de que fue objeto hizo que se prescribiera masivamente. Ello reveló pronto su alarmante potencial para producir dependencia física. Pero, de alguna manera, el desarrollo del meprobamato trazó el camino experimental que se siguió para llegar a las benzodiacepinas.
La historia de las benzodiacepinas comenzó en Cracovia, Polonia, a mediados de la década de 1930. El doctor Leo Sternbach estaba trabajando en un grupo químico llamado heptoxdiacinas. En 1950 se incorporó al Departamento de Investigación Química de Hoffmann-La Roche en Nutley, New Jersey, Estados Unidos. Allí retomó el proyecto de Cracovia con la idea de encontrar nuevos tranquilizantes no barbitúricos. Los compuestos que inicialmente sintetizó exhibieron perfiles farmacológicos decepcionantes; ello le condujo a abandonar el proyecto e interesarse por otras estructuras moleculares. Pero la casualidad obró el milagro del descubrimiento de las benzodiacepinas, como le ocurriera a Fleming con la penicilina en 1927.
Como tantas veces ha ocurrido en la historia del descubrimiento de los fármacos, la serendipia estuvo también presente en la identificación de la primera benzodiacepina sedante, el clordiacepóxido
En abril de 1957 Earl Reeder, un colaborador de Sternbach, se esmeraba limpiando y ordenando el laboratorio. Llamó su atención una atractiva sustancia cristalina que Leo había abandonado cuando decidió parar el proyecto. Esta sustancia no se había estudiado farmacológicamente junto al resto de moléculas que habían dado resultados negativos. Por ello, la enviaron a los farmacólogos que la sometieron al escrutinio de varias pruebas neurológicas y conductuales. Leo y Earl, decepcionados por los resultados anteriores, no esperaban que tuviera efecto alguno. Por ello, se habían puesto a escribir un artículo para su publicación, que solo incluía la química de los compuestos. En esto, ante su gran sorpresa, los farmacólogos les contaron que la tal sustancia cristalina, administrada a animales de laboratorio, exhibía potentes propiedades sedantes, anticonvulsionantes y relajantes musculares. Este amplio perfil farmacológico impulsó el rápido desarrollo del compuesto en cuestión, que en 1960 recibió el nombre genérico de clordiacepóxido y tomaría el nombre comercial de Librium. Pronto se extendería su uso por todo el mundo.
Dado el éxito de la primera molécula comercializada, los químicos de Roche se dedicaron con entusiasmo a la síntesis y desarrollo de nuevos compuestos con estructura benzodiacepínica. Como ocurre tantas veces cuando nace un nuevo grupo farmacológico, el primer miembro de la serie no suele ser el mejor. Eso ocurrió en este caso, pues el derivado diacepam era más potente que el clordiacepóxido. En 1963 llegaría a la clínica con el nombre de Valium.
Y, como tantas otras veces, el primero de una nueva clase de fármacos no es siempre el mejor; el diacepam sustituiría pronto al clordiacepóxido
En ese periodo, y en los años siguientes, dada la eficacia y seguridad de las benzodiacepinas (no deprimían la respiración, como sí que lo hacían los barbitúricos), se fueron sintetizando más y más derivados. Ello se debió al entusiasmo con que los médicos recibieron esta medicación, que consideraban tan eficaz pero más segura que los barbitúricos. De ahí que en la última mitad de los años 1970 y en la década de 1980 las benzodiacepinas, particularmente el diacepam, encabezarían la lista de los medicamentos más vendidos. Sin embargo, este uso masivo puso de manifiesto un problema que había pasado desapercibido, el abuso y la dependencia física. Ello produjo la natural reacción, que en guías clínicas y legislaciones alertaban del problema y sugerían la restricción de esta medicación. Quizás no se tuvo en cuenta que las benzodiacepinas poseían un mecanismo de acción similar al de los barbitúricos: la prolongación del tiempo de apertura del canal de cloruro asociado al receptor GABAA y el aumento de la actividad inhibidora central; de ahí que se potencien sus efectos con el alcohol.
El diacepam se tomaba por millones de personas en todo el mundo, y no solo como tranquilizante sino también como anticonvulsivante y relajante muscular. Cuando hacía mi posdoctorado en Nueva York, amanecí un día con una terrible tortícolis debida a una contracción muscular. El médico me prescribió 10 mg de diacepam. En vez de irme a casa me fui al laboratorio. Según me dijeron mis compañeros cuando desperté, había estado dormido apoyado sobre los brazos en mi mesa de estudio, desde las 12 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Con este ejemplo puede entenderse mejor el potencial peligro de las benzodiacepinas para conducir un coche o manejar maquinaria industrial o agrícola. También se constató que en las personas añosas las benzodiacepinas desplegaban una menor eficacia, a costa de mayores efectos adversos.
El triazolam, una benzodiacepina hipnótica de acción corta, tiene tras de sí una interesante historia, pues de ser el fármaco más prescrito en todo el mundo, pasó a ser un fármaco proscrito. Es un ejemplo de la complejidad de evaluar el efecto adverso de un fármaco y las noticias catastróficas que sobre el mismo pueden propagar los medios de comunicación masiva. En octubre de 1991, la cadena televisiva británica BBP emitió un programa alarmante que tituló «La pesadilla del Halción»; este era el nombre comercial con el que los Laboratorios Upjohn habían rebautizado al triazolam. En el programa, el presentador, Tom Mangold, entrevistó a un expolicía de Estados Unidos que declaraba haber disparado a su consorte bajo la influencia del triazolam. También se hicieron eco de ciertas reacciones adversas del triazolam los periódicos Sunday Express, del Reino Unido, y el New York Times, de Estados Unidos.
Hasta aquel momento, el afamado texto de farmacología Goodman y Gilman, recogía en su octava edición el perfil del triazolam en los siguientes términos: «De modo ideal, un agente hipnótico útil tendrá una acción rápida cuando se toma en el momento de acostarse, una acción lo suficientemente sostenida como para facilitar el sueño durante toda la noche y carecerá de acción residual en la mañana siguiente. Entre aquellas benzodiacepinas que por lo común se usan como agentes hipnóticos, teóricamente es el trialozam el que más se adecúa a esta descripción». En la década anterior a estas alarmas, el triazolam había sido el más utilizado como hipnótico por millones de personas insomnes en todo el mundo.
Aunque se utiliza una amplia gama de fármacos para tratar el insomnio y la ansiedad, todavía hoy las benzodiacepinas ocupan una posición relevante en estas patologías
Ante la polémica suscitada, en octubre de 1991 el Reino Unido suspendió el fármaco por periodos prorrogables de 3 meses. También se adoptaron medidas cautelares en Francia, Canadá y España. Sin embargo, en Alemania, un grupo de expertos de la Agencia Reguladora de Medicamentos BGA, elaboró una amplia monografía que concluía que los médicos alemanes encontraban muy útil el uso como hipnótico del triazolam. La noticia alarmista de la BBC sobre «La pesadilla del Halción» en 1991 terminó con una escueta nota escondida en la página 32 que el diario El país publicó el 20 de mayo de 1992: «Las autoridades sanitarias de los Estados Unidos determinaron ayer que el somnífero Halción es seguro y eficaz. La comisión de expertos de la FDA (acrónimo del inglés, Food and Drug Administration) concluyen que los efectos secundarios del Halción no justifican su retirada del mercado». Y es que las buenas noticias no son noticia de portada.
Cuando un potencial efecto adverso de un fármaco salta a la prensa se genera una reacción que, cual bola de nieve, va creciendo y reduce la prescripción del mismo a nivel testimonial. En 1992, la prescripción de triazolam en España suponía un 35% del total de prescripciones de hipnóticos; así, en la década que precedió al caso Halción, se prescribieron 21 millones de envases de triazolam, cifra que cayó en picado en años sucesivos.
El estrés y el insomnio constituyen un problema importante en las modernas sociedades. Las benzodiacepinas de vida media corta como el triazolam carecen de los efectos del tipo «resaca», que sí poseen otras benzodiacepinas de más larga duración, como el diacepam o el fluracepam, que enlentecen el tiempo de reacción al día siguiente de su administración nocturna. Hoy disponemos de otras benzodiacepinas de acción corta con escaso efecto resaca, caso del loracepam y el temacepan. También se utilizan otros hipnóticos que no tienen la estructura química de las benzodiacepinas pero que, sin embargo, actúan en el mismo receptor del neurotransmisor inhibidor GABA, caso del zolpidem y la zopiclona; también poseen una vida media corta y por tanto producen poco efecto resaca.
Los hipnóticos no benzodincepénicos zolpidem y zopiclona poseen una vida media corta y se utilizan en el tratamiento del insomnio
El descubrimiento casual del clordiacepóxido, seguido del diacepam, abrió el importante capítulo de los ansiolíticos. Los efectos sedantes de aquellos fármacos impulsaron su utilización también como hipnóticos. Hoy disponemos de fármacos hipnóticos con escasos efectos ansiolíticos (zolpiedem, zopiclona) y viceversa, fármacos ansiolíticos con escasos efectos sedantes, caso del agonista del receptor 5HT1A buspirona. También se han utilizado (y se utilizan esporádicamente) otros fármacos con distintos mecanismos de acción sedante para tratar el insomnio, caso de los antihistamínicos difenhidramina y prometacina y, los menos recomendables, nitrato de cloral, meprobamato y metacualona, con un recuerdo histórico de los temibles barbitúricos. En cualquier caso, no cabe duda de que el descubrimiento del diacepam abrió amplias posibilidades terapéuticas para las benzodiacepinas, a saber, reducción de la ansiedad y de la agresividad, sedación e inducción del sueño, reducción del tono muscular y de la coordinación, efecto anticonvulsionante y, finalmente, amnesia anterógrada. Cabe finalmente apuntar que esta medicación produce tolerancia y dependencia, efectos adictivos que tardaron en reconocerse.