Puertas abiertas. Antonio G. García

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..Antonio G. García. Catedrático Emérito de Farmacología de la UAM y presidente de la Fundación Teófilo Hernando.
Cada año por Navidad suelo impartir dos charlas divulgativas en mi pueblo, Molina de Segura (Murcia); por la mañana en el Centro de Salud “Antonio García” y por la tarde en el Centro de Mayores. La matinal va dirigida a quinceañeros estudiantes de bachillerato; la vespertina, a mis paisanos añosos ávidos de saber. A pesar de estas drásticas diferencias de edad y cultura, las diapositivas que les presento y las ideas que transmiten son idénticas, aunque mis palabras se adapten a las capacidades comprensivas del cerebro juvenil y del envejecido. ¿Y qué les cuento a unos y a otros? Depende del año.

Este año que acaba les regalé unas dosis de las vívidas emociones que viven los científicos cuando dan con el experimento que responde a la pregunta formulada hace meses o incluso años. Hice una introducción con una frase de Stephen Hawcking: «La ciencia no solo atañe a la razón: también es un asunto de aventura y pasión». Seguidamente pedí a uno de los cincuenta estudiantes de bachillerato que se acercara a la pantalla de proyección y leyera la siguiente historia de un joven científico:

«Corría el año 1937 cuando, en su laboratorio de la estadounidense Universidad John Hopkins, el joven Tracy Sonneborn buscaba las condiciones precisas para que dos tipos de paramecios formaran una especie de puente por el que pudieran intercambiar material genético.

Durante varios meses, Tracy había estado mezclando varias parejas de paramecios utilizando los más variados medios de incubación, sin resultado alguno. Tras una jornada de trabajo agotador y, cuando a altas horas de la noche se preparaba para irse a casa, mezcló una última pareja de paramecios que comenzaron a conjugarse entre sí y a formar agregados.

Presa de una excitación rayana en el delirio buscó por los desiertos laboratorios a algún colega para compartir con él tamaño acontecimiento. No encontró a nadie. Corrió al vestíbulo del edificio y arrastró al vigilante hasta el microscopio para que observara la espectacular reacción. Es probable que el vigilante creyera que el joven biólogo sufría un ataque de locura y que no entendiera la importancia del experimento de Tracy Sonneborn, que abrió la puerta al estudio de la genética de organismos unicelulares protozoarios».

Hablar de ciencia a jóvenes estudiantes de bachillerato es un reto, pero vale la pena si la charla se adereza con experiencias emocionantes

La investigación es una batalla que el científico libra contra lo ignoto; una maratón de largo recorrido, cuya energía para llegar a la meta del descubrimiento proviene de la curiosidad por dar respuesta a un problema. Es una película de Alfred Hitchcock, cuyo lento desarrollo mantiene la intriga y la expectación, decía a mi joven audiencia. Cuando tras frustrantes meses de experimentos encuentra la solución a avanzadas horas de la noche, Tracy sufre una emoción tan intensa que necesita compartirla con alguien, aunque sea con el vigilante que nada sabe de ciencia.

Les relaté a continuación una experiencia similar que tuvimos mis colaboradores y yo cuando en los años ochenta del siglo XX investigábamos el mecanismo de acción del BayK8644, una nueva molécula de los Laboratorios Bayer cuya potencial indicación en la insuficiencia cardiaca se frustró debido a su toxicidad. El lugar de los hechos era un aeródromo militar reconvertido en la naciente Universidad de Alicante. Mis seis jóvenes colaboradores de entonces son hoy flamantes catedráticos de universidad (Jesús Frías, Luis Gandía, Juan Antonio Reig, Salvador Viniegra, Francisco Sala) y profesora titular de universidad (Rosalba Fonteríz). Finalizada esta segunda anécdota, una alumna se acercó a la pantalla para leer una poesía de mi admirado poeta uruguayo Mario Benedetti: «No te rindas, aún estás a tiempo/ de alcanzar y comenzar de nuevo, / aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, / liberar el lastre, retomar el vuelo (…)». La alumna interpretó correctamente el mensaje y le regalé un ejemplar del tercer volumen del “Recetario Poético de los estudiantes de medicina de la UAM”. Tracy Sonneborn no se rindió, a pesar de haber sufrido largos meses de frustrantes experimentos.

La práctica científica tiene en sí un valioso premio: la satisfacción de la curiosidad

La charla que describo la impartí en el marco de la “Jornada de Puertas Abiertas” que cada año celebra el Centro de Salud “Antonio García” de mi pueblo. La idea de estas Jornadas anuales se gestó hace una década en la cabeza de su coordinador, el médico de atención primaria doctor Emilio Macanás. Este año, el Centro de Salud abrió sus puertas a sus pacientes y la sociedad en general, para celebrar la novena Jornada. Cada año, Emilio elije una temática, en 2019 la migración. Escuché un relato de un emigrante subsahariano, Oumar Dieme, quien, tras un largo viaje lleno de penalidades y riesgo de perder la vida, recaló en Tenerife, luego en otras ciudades y, finalmente, pudo asentarse en Murcia y salir adelante. El doctor Macanás insistía en el hecho de que su Centro de Salud siempre tenía las puertas abiertas para prestar atención sanitaria a los emigrantes, tengan o no papeles. Y declaró que es obligación ética y moral del médico, cumpliendo el juramento hipocrático, prestar esa atención. Pensaba que no era lo mismo el relato “en vivo” de un emigrante, que verlo en la televisión cruzando el Estrecho de Gibraltar en una patera; es mucho más conmovedora la rica experiencia que tuve escuchando a Oumar en el molinense centro de salud.

Solo con un contundente programa de difusión de la ciencia a jóvenes y mayores, podrá España alguna vez salir del atolladero de la mediocridad científica

Continué mi charla con otras llamativas experiencias científicas que había tenido durante mis visitas y estancias en laboratorios de colaboradores. Por ejemplo, en la estadounidense Universidad de Utah en Salt Lake City, la ciudad de los mormones, un inteligente filipino afincado en los EE. UU., Baldomero Olivera, aislaba las potentes toxinas de las que se valen ciertos caracoles marinos para cazar y alimentarse. Para demostrármelo, Baldomero echó un pececito en una pecera en cuyo fondo había hambrientos caracoles del género Conus geographus. Poco tardó el pez en quedar paralizado tras recibir la precisa inyección de una mezcla de venenos a través de un conducto de 10-15 centímetros de largo, que terminaba en un arpón parecido al que utilizan los pescadores. Un derivado de esos venenos, la ziconotida, se utiliza epiduralmente para tratar el dolor del cáncer resistente a los opioides.

También les conté mi experiencia en el Instituto Butantán de Sao Paulo, Brasil, donde se trabaja con venenos de serpientes; uno de los cuales, el de la Bothrops jararacá, sentó las bases para el descubrimiento del captopril, el primer fármaco que abrió la puerta al uso de los inhibidores de la enzima conversiva de angiotensina para el tratamiento de la hipertensión y la insuficiencia cardiaca. O mi estancia en el Laboratorio Marino “Mount Desert Island”, en Maine, cercano a la frontera de los EE. UU. con Canadá, en donde se trabajaba con un pequeño tiburón, el Squalus acanthias, para estudiar la fisiología renal o cardiaca.

Tuve ocasión también de escuchar el dramático relato de cuatro chicos y chicas pertenecientes a la murciana Asociación de Alcohólicos Anónimos. Su audiencia eran alumnos también del Instituto de Enseñanza Secundaria Francisco de Goya, de 13-14 años de edad. En medio de un atronador silencio, los niños seguían estupefactos el drama del alcoholismo en los jóvenes, las negativas consecuencias para su salud, el rechazo de la sociedad y la miserable vida que vivían. No es lo mismo escuchar la farmacología del alcohol y la patología del alcoholismo contada por un médico, que la relatada, con vivencias personales, por jóvenes que han pasado por esa tortura, tan bien descrita en la película “Días de vino y rosas”, que cuenta la gestación de un alcohólico a partir de un bebedor social, genialmente interpretado por Jack Lemmon; un alcohólico que arrastra a su mujer (Lee Remick) también al alcoholismo en una dura experiencia sobre la ruina absoluta de un hogar, causada por el alcohol. Seguro que cuando aquellos jóvenes asistan a un “botellón”, no olvidarán aquel impactante relato de los cuatro jóvenes ex alcohólicos.

En la última campaña de las elecciones generales no escuché ni una sola palabra sobre la ciencia española

Tras dar lectura a alguna otra poesía por los alumnos, y regalarles un ejemplar del Recetario, les conté anécdotas de grandes científicos y finalicé con las estrategias que se siguen en los programas de doctorado para desarrollar el pensamiento crítico con la práctica del método científico. Finalicé con una breve poesía de Antonio Machado, mi poeta favorito: «¿Tu verdad? no, la verdad; / y ven conmigo a buscarla. /La tuya guárdatela». La alumna que la leyó la interpretó en el sentido de que cada cual tiene su opinión y su verdad, que hay que respetarla, pero no necesariamente compartirla. Otros alumnos la interpretaron a su manera. Les recordé que Machado, en su poesía, sobre Baeza («En un pueblo húmedo y frío, / destartalado y sombrío, / entre andaluz y manchego»), en la tertulia de la rebotica del farmacéutico Almazán, ya se vituperaba a los políticos: «Es de noche. Se platica / al fondo de una botica. / Yo no sé, / don José, / cómo son los liberales / tan perros, tan inmorales. / – ¡Oh, tranquilícese usted! / Pasados los carnavales, / vendrán los conservadores, / buenos administradores / de su casa». Igual que hoy; 100 años después. No buscamos la VERDAD, sino nuestra verdad.

Difundir la ciencia en Molina de Segura a las personas mayores es otro reto harto gratificante

Por la tarde, en el Centro de Mayores, tuve una nutrida audiencia, con setenta y hasta ochentañeros. El director del Centro, Agustín Isaac López Bermúdez, me decía las muchas actividades que organizaban: senderismo, teatro, juegos. Me llamó particularmente la atención el taller de lectura que coordina la maestra de escuela Manolita García, con más de 30 alumnos añosos. Mi charla, la lectura de la experiencia de Tracy Sonneborn, la lectura de poesías y el regalo que hice a algunos del Recetario Poético fueron idénticos a los estudiantes de la mañana. Con la diferencia de medio siglo en sus edades. Y aún otra diferencia mayor, los alumnos vespertinos me asaltaron a preguntas durante dos horas.

En su poesía “No te rindas”, Mario Benedetti apunta certero al aislamiento de las gentes: «Abrir las puertas, quitar los cerrojos, / abandonar las murallas que te protegieron». Puertas abiertas para que corra el aire y circulen las ideas y las emociones con fluidez; para que la solidaridad, la cultura y la bonhomía nos impregnen a todos. Para hacer de la vida una oportunidad constante. Para ser buenas personas. Necesitamos más personas como el doctor Emilio Macanás y don Agustín Isaac López Bermúdez.

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